En la muerte como en el amor

Sinopsis. Con motivo de unas muertes ocurridas en su entorno más íntimo, Patricia Inmaculada Tadeus y de Ubach, sexta baronesa de Ubach ([Ubac]), contrata los servicios de una detective privada, ya que teme por su vida. La detective delega el encargo en su madre, Elionor Amarils, una catedrática de Historia del Arte que se hará pasar por amiga de la aristócrata en unas vacaciones que tendrán lugar en la Casa del Norte, la idílica segunda residencia de los barones de Ubach. En la finca, sin embargo, less espera una sorpresa aterradora.

Nota: a continuación, encontrará la novela en PDF y, a continuación, en formato web (html)

En català (versió original), cliqueu aquí

En la muerte como en el amor (2003-2007).pdf

 

A los actores y actrices de series y películas de intriga, 

y muy especialmente a Angela Lansbury.

Y a mis padres, Lluís y Mercè.

 

 

«Lo único que deseo para mi entierro 

es no ser enterrado vivo».

 

Lord Philip Dormer Stanhope, 

IV conde de Chesterfield (1694 – 1773)

 

El 27 de abril de 2007, en el transcurso de una agradable velada cultural, se hizo público el veredicto de la decimoquinta edición del Premio Vila de l'Ametlla de Mar de narrativa, que recayó en la versión original de esta novela. Con motivo del décimo aniversario de tal acontecimiento, he revisado la obra i he incluido algunos retoques que entonces no pude efectuar. El cambio más destacable es, probablemente, el restablecimiento del nombre original de la protagonista, Elionor Amarils. 

La primera versión de la trama quedó terminada en 2003, una referencia temporal que se desprende de la misma narración. Por este motivo, he incluido la coletilla «catorce años más tarde» en el título de la nueva secuencia que he incorporado al final de la historia. 

 

Lluçà, 17 de abril de 2017

 

 Episodio previo


La secretaria 

 

Barcelona, madrugada del sábado catorce de diciembre de 2002

 

Estaba satisfecha. Era muy arriesgado, sí; quizás demasiado. Había puesto todas las cartas sobre la mesa, y lo sabía, pero eso no la preocupaba. De hecho, tampoco era del todo verdad que tuviera todas las cartas al descubierto: se guardaba una. La mejor. El as de copas. Y es que la víctima de su innegociable ofrecimiento no sabía hasta qué punto ella, Elsa Martí Damadeus, se la estaba jugando, entonces. 

Se la jugaba con la conciencia tranquila y conociendo la esperpéntica realidad que carcomía la imagen de la familia ejemplar del hombre para quien trabajaba. «La verdad es que resultaba cómico», pensó. Seguramente el funeral sería memorable. «Sobrecarga de personajes, solemne traslado a la cripta, hipocresía refinada, petulancia a espuertas y mucho, mucho teatro».

Elsa levantó la mirada para contemplar el alumbrado navideño. Si las circunstancias lo exigieran, huiría lejos. Su hermana, desde Estrasburgo, la ayudaría. De todos modos, sería absurdo irse ahora. Lo tenía todo planeado y controlado. La información es poder. Bien administrada, por descontado, pero es poder.

Contuvo un suspiro y se recogió la manga izquierda del abrigo. Pasaban de las doce y media, pero tenía tiempo de sobra para llegar a la Plaza Universitat, buscar el bar convenido y sentarse ante un combinado exótico. O quizás de una cerveza espumosa, o de un whisky escocés. Cualquier bebida reconfortante.

Se encaminó hacia las Ramblas a paso ligero. Habría podido tomar un taxi, pero a horas tan intempestivas sólo circulaba alguno de vez en cuando y casi siempre ocupado. 

Las otras personas que salían del teatro, o casi todas, iban en pareja. Elsa sonrió. En un día como aquel, le resultaba mejor ir por su cuenta. Él no la hubiera dejado actuar. Ahora que el azar le brindaba la posibilidad de obtener dinero fácilmente necesitaba, más que nunca, libertado de movimientos. La recta moral de quien tanto apreciaba solo habría obstaculizado su camino. Tantos años trabajando en aquel despachito de apariencias no le habían llenado la vida, y menos aún la cuenta corriente.

Ahora por fin todo eso había acabado, y para siempre. Su jefe estaba muerto, y sólo ella sabía el cómo, el porqué y, sobre todo, el gracias a quien.

No le había pedido mucho dinero. Sólo un pellizco, poca cosa, para ir tirando. De momento. Mucha cantidad, de golpe, se notaría demasiado. Y quizás no se la podría permitir. En cualquier caso, aquella Navidad brindaría por primera –y única– vez a la salud, o mejor dicho, a la memoria de su superior. «Él criando malvas y yo descansando. ¡Ya tocaba! Nunca hubiera dicho que le acabaría dando las gracias».

–¡Hey, tío! Mira que par de piernas.

Dos hombres altos y de aspecto descuidado se le acercaron. Uno de ellos medio arrastraba un abrigo oscuro, llevaba la corbata floja y el botón del cuello desabrochado. El otro vestía una americana llena de manchas rojizas y unos pantalones claros, arrugados y sucios pero de corte moderno y elegante. Ambos llevaban la camisa por encima de los pantalones y desastrada, y un intenso hedor a alcohol delataba su estado.

–¿Te vienes con nosotros, guapa? 

–No te aburrirás; tenemos un par de herramientas de lo más juguetonas.

Y se rieron estúpidamente, sujetándose el uno con el otro.

Elsa los contempló con una mueca de asco y les lanzó:

–¡Buscaos las putas en casa, imbéciles! ¡Dejadme en paz, a mí!

Y sin pensárselo dos veces, se esfumó rauda de aquel lugar. 

Se detuvo unos minutos más tarde, resoplando. Decidió descansar un rato bajo la luz resquebrajada de una farola solitaria. Miró de nuevo el reloj y se dijo a sí misma que le sobraba tiempo para llegar, a la hora pactada, al lugar convenido. 

El problema no era este. El problema era el ambiente de aquellas calles, los desvíos y la estrechez, la mala iluminación, el aire denso y maloliente, los pasajes sin salida que la confundían, la gente que vagabundeaba, las jeringas abandonadas… En fin, la sombra nocturna de la civilización. La otra cara de las grandes urbes.

De repente, alarmada, se dio cuenta de que a poca distancia de los pies había una mano enguantada. De poco que no la pisa. Seguro que el vagabundo, dormido dentro de un fajo de cartones, le habría espetado algún taco en el mejor de los casos. 

Dio un paso adelante, encendió un cigarrillo y reanudó la marcha. Pero entonces una nueva inquietud la sorprendió. Era una desazón extraña, un malestar, una sensación rara, no de miedo, no exactamente de miedo, sino de sentirse observada. 

Creía que alguien la seguía, y eso la incomodaba.

Era una tontería, por supuesto. «¡Ni que fuera una película!», pensó. ¿De hecho, por qué alguien la querría seguir? Se lo imaginaba, por supuesto, pero quizás se calmaría si...

Giró la vista, y nada. Sólo el vagabundo que dormía.

Avanzó un poco más, un par de metros. Aquella sensación no se desvanecía. Persistía en el silencio húmedo y frío que la rodeaba. Exhaló una burbuja de humo y miró de nuevo atrás, por encima de su hombro derecho.

Justo entonces, alguien le puso la mano en el otro hombro. 

  

Primera parte

 

El reto

 

I


Toma la palabra Elionor Amarils

 

Si de algo estoy segura es que no olvidaré aquella historia mientras viva. Quizás porque fue mi segundo contacto directo con la actividad forense, pero yo añadiría otro motivo bastante más consistente. Me refiero al, digamos, laberíntico grado de complejidad por el cual discurrió la trama. 

Aceptar el reto fue, y todavía lo sigo admitiendo, demasiado precipitado viniendo de mí. Tampoco querría dar a entender que todo aquello me ocasionara una incomodidad visceral: simplemente es que muy pocas veces me he dejado convencer con tanta facilidad por Gala, mi hija. Ella misma lo puede constatar. Supongo que acepté porqué el subconsciente –o quizás mi ego– me lo pedía a gritos. En otras palabras: necesitaba adentrarme en otra experiencia detectivesca.

Con cincuenta años por detrás y una trayectoria docente que me había conducido a ocupar una cátedra de Historia del Arte, tuve el deseo vital de detenerme, tomarme un respiro y, sobre todo, dedicarme tiempo. 

Pero no me fue posible estrenar el año sabático con absoluta tranquilidad, ya que me corroía un insidioso pesar. Había dejado la dirección del departamento en buenas manos, lo sabía, y tenía la convicción de que todo iría sobre ruedas. El caso era, sin embargo, que no me resultaba nada fácil desconectar del todo.

Cuando aquella tarde Gala, abogada y detective colegiada, me propuso que la ayudara en unas investigaciones que le acababan de encargar, tuve al menos la osadía, la prudencia y la sensatez de preguntarle «para qué». Aún recuerdo, palabra por palabra, la respuesta que me dio: «necesito alguien de tu edad para que pueda interpretar el papel de amiga personal de la baronesa de Ubach». 

Aunque no soy una asidua lectora de las revistas del corazón, conocía algunos detalles biográficos de aquel pomposo personaje. Patricia Inmaculada Tadeus y de Ubach, sexta baronesa de Ubach, era una adinerada viuda que, dicho así, parecía sacada de una barroca novela del Romanticismo. El título nobiliario y los bienes raíces constituyeron la herencia de sus padres, los antiguos barones de Ubach; por el contrario, las acciones y las sociedades financieras las había heredado de su difunto marido, Giannis Matsoukis, un empresario de origen griego.

Él había sido, de hecho, la razón por la cual la aristócrata había decidido acudir a mi hija. El buen hombre había fallecido cinco meses atrás en un contexto discreto y de absoluta normalidad. En principio, la causa del deceso había sido natural, incluso previsible si se tenía en cuenta el historial médico del difunto. La viuda, sin embargo, no admitía la versión oficial, y afirmaba que alguien había provocado el ataque cardíaco que acabó con la vida a su esposo. 

En el momento de la muerte, sólo había tres personas en la casa. Estaba la secretaria, que ultimaba algunos asuntos en el despacho de la planta baja del edificio. También ella misma, la baronesa, que disfrutaba de un hidromasaje en el baño ubicado a pocos metros del dormitorio conyugal, situado en el primer piso. El dormitorio fue, precisamente, el lugar donde la esposa encontró muerto al barón. 

Y sólo un día y medio más tarde, la madrugada del sábado catorce de diciembre de dos mil dos, murió apuñalada y sobre el asfalto de un callejón lóbrego de Barcelona la desgraciada secretaria, Elsa Martí Damadeus. 

¿Había presenciado algún acontecimiento relacionado con la muerte de Giannis Matsoukis, tal como suponía a la baronesa? Si era así, ¿cabía sospechar de los familiares, dado que pudieron acceder a las llaves y ninguna cerradura había sido forzada? Muchas preguntas clamaban respuesta, y por este motivo Patricia Tadeus había decidido recurrir a los servicios de un detective privado. Pero mi hija tenía otros asuntos entre manos, en principio bastante más peligrosos o arriesgados que este, y me propuso que la ayudara en esta labor. Una sugerencia que la cliente aceptó sin pensárselo mucho. 

La premisa o el motivo de la oferta de mi hija era simple y evidente: según ella, la mejor manera de rastrear un campo de batalla es penetrando en sus trincheras. Por eso acordamos con la señora Tadeus, viuda de Matsoukis, que pasaría con ella el verano de aquel año. Representaría el papel de amiga reciente y así conocería los miembros de su reducida y peculiar familia, ya que todos juntos íbamos a convivir en aquella segunda residencia que recibía el apropiado y descriptivo nombre de Casa del Norte.

Aquel veintinueve de junio era el último domingo del mes, la fecha a partir de la cual los barones de Ubach –entonces ya sólo la baronesa– iniciaban sus monótonas vacaciones de verano.

El viaje de Barcelona a la Casa del Norte fue, en pocas palabras, un auténtico infierno. Al llegar a la finca tenía la sensación de haber dado, por lo menos, media vuelta al mundo. En más de una ocasión me tentó la idea de pedir a Ángela, la secretaria y chófer de Patricia –a quién ya tuteaba tanto por comodidad como para simular una auténtica amistad–, que parara el vehículo. 

El problema no era ni la carretera ni el viaje en sí. Lo que me mareaba y me torturaba hasta la médula era la verborrea inagotable de aquella figura corpulenta y de estatura ordinaria, con los ojos claros, el pelo teñido de rojo, la cara redonda y el pose militar. Extremada en el vestir, le gustaba también cargarse de joyas y gastaba un perfume sofocante que me recordaba el insecticida con aroma de limón que mi madre solía comprar cuando llegaba el buen tiempo. 

El olor, sin embargo, ilustraba de qué talla era la personalidad de la baronesa. Intransigente, despótica, decidida, egocéntrica, fisgona, impulsiva, magnánima, criticona, incisiva, aguda y perspicaz, aunque psicológicamente desordenada. Y es que resultaba difícil, a menudo imposible, encontrar nexos de coherencia que interconectaran las ideas que disparaba con una facilidad inusitada. 

De vez en cuando, yo asentía condescendiente. ¿Qué más podía hacer? La única opción posible era escuchar. O hacerlo ver, al menos, por simple cordialidad.

Siendo como fue un monólogo extenso, tedioso y consistente, consiguieron un instante de exclusiva dedicación cada uno de los cinco parientes de Patricia. Aunque sería imposible reproducir con absoluta fidelidad las palabras que pronunció, procuraré exponerlas con tanta exactitud como recuerde.

–... ¡Y está tan difícil, eso del servicio! Yo todavía he tenido suerte, porque Rosa y Mercè son buenas mozas, y como trabajadoras debo admitir que no se duermen. Bueno, Mercè saca el polvo sin fijarse demasiado, ya me entiendes, y a Rosa mejor no dejarla sola lavando los platos. Sin ir más lejos, la semana pasada rompió una tetera de porcelana que era toda una reliquia familiar.

»¿Pero te hablaba de mi cuñada, verdad? ¿Te había explicado algo, de ella? Se llama Victoria y debe tener unos cincuenta años. Ella te dirá menos, por descontado, pero no le hagas demasiado caso. ¡Pobre mujer! Mi hermano tuvo la desfachatez de morirse un año después de la boda, y desde entonces se ha convertido en una viuda solitaria, rancia y amargada. No tuvo hijos y... Uy, por cierto, Ángela; ¿has llamado a las muchachas para decirles a qué hora llegaremos?

Un prosaico «Sí, señora» resonó por un instante dentro del coche, aportando un descanso puntual que agradecí con sinceridad.

–Pues, cómo decía, no tuvo hijos –prosiguió, impetuosa como un temporal de verano–. Dos de los tres sobrinos que tengo son hijos de una hermana mía y de su esposo, que Dios les haya perdonado. Y el tercero es hijo de otro hermano mío, que también estiró la pata junto con la pérfida mujer que tenía por esposa. Los enterramos en el cementerio que hay cerca de la cripta familiar. Porque tenemos una cripta familiar, ¿lo sabías? Está cerca de los Pirineos, en el corazón del Berguedà, debajo de una capilla dedicada a Santa Clara. 

»De todos modos, debo confesarte que no me acerco nunca a este lugar, y eso a pesar que Giannis hizo asfaltar la carretera que conduce a la plaza de la iglesia. Hubo un pueblo, allí, pero ya no vive nadie y todo se hunde. ¡Es muy deprimente! Suerte que, cuando me lleven allí, será con mis patas por delante.  Sino, me mataría la soledad. Yo quisiera que me incineraran y que lanzaran las cenizas al mar, pero con el tiempo he aprendido que no soy nadie para romper una tradición centenaria. Lo digo porque allí descansan los muertos de la familia, mi esposo incluido, que en paz descanse, desde hace ochenta o noventa años, como mínimo.

Dando por zanjada la cuestión de la cripta familiar, disparó sus críticas contra los siguientes de la lista, el triunvirato de jóvenes y ociosos sobrinos que tenía.

–El mayor de los tres, Xavier, es un mar de dudas. Salió clavadito a su padre. No ha pegado golpe en su vida, hace tres o cuatro años que estudia periodismo y lo único que sabe hacer es malgastar la paga mensual en inversiones absurdas. Su padre, mi hermano, murió pobre como una rata, y yo, qué remedio, tuve que tutelarlo desde entonces. A su favor, debo decir que es lo único de los tres que me escucha, aunque nunca me haga caso. 

«Pero es que –pensé entonces–, por el solo hecho de sentarse a su lado, bien merece una buena recompensa».

–Los otros dos, Roger y Eva, son un poco más jóvenes. También estudian y son más activos que Xavier: él es entrenador de fútbol y ella es monitora de un grupo de recreo. Pero, igual que su primo, son pozos sin fondo. En dos días se ventilan la paga. Bueno, debería decir dos noches, porque la juventud de hoy, por lo que veo, hace como las lechuzas; duermen de día y salen de noche. Eso no pasaba, en mis tiempos. Las fiestas mayores se acababan a las doce. A veces, si era una ocasión especial y eras mayor de edad, se alargaban hasta la una o la una y media, pero no más.

»Eva –prosiguió–, ya la verás, es una chica rematadamente simpática y agradable. Pocos chicos se la miran una sola vez. Ella, por descontado, se aprovecha de la ocasión y se divierte con ellos, pero algún día tendrá un disgusto. ¡Se acordará de mis consejos, ya verás! Si no voy confundida, creo que estudia segundo de Administración y Dirección de Empresas.

»Roger, por su parte, estudia Económicas y es un apasionado de las motos. Consume la paga en piezas estúpidas que incorpora a la moto como si tuviera que ser el carromato de Frankenstein. No me extrañaría que el trasto marchara sin conductor. Además, él y sus amigos me estropean todas las pistas forestales, con eso del trial.

Dio una larga vuelta antes de exponer la opinión crítica del último miembro de la familia, una rica señora, de nombre Elvira Gracia Bernabè, viuda de un primo que ya no recuerdo ni cómo se llamaba.

–... Y Elvira, por su parte, tiene el mismo carácter que esta vecina de la que te hablo. Un ademán de niña risueña, simpática y despreocupada, porque todo lo ve de color rosa. Ahora bien, en cuestión de favores, encabeza las listas de preferidos. Todo el mundo la quiere como compañera y confidente, aunque... –hizo una pausa que consideré bastante significativa–. Bueno, no es que sea importante, pero a veces se pone a reír con una impetuosidad que me aturde. Debe ser por el llamado temperamento artístico.

»Pero –puntualizó–, y aparte de este defecto, es una mujer divertida, alegre y con buen gusto. ¿Por cierto, te había comentado que se dedica a la pintura? De aquí viene la referencia al asunto del arte. Es una mera afición, nada más, pero una viuda que pasa de los cincuenta y que conserva una buena fortuna bien debe tener algún hobby para no morirse de aburrimiento. Cuando la conozcas te caerá bien, y es que de todos es la única con quien puedes mantener una conversación agradable y coherente.

Elvira fue, sin lugar a dudas, la persona que salió más airosa del chubasco de críticas que descargó Patricia. Y todavía prosiguió, con su habitual irreverencia, analizando el perfil de personalidades tanto de la alta sociedad como del mundo artístico, político o empresarial.

Debían ser las once de la mañana cuando el tortuoso viaje se acabó. Ángela aparcó el coche en los pies de aquella masía que acogería, como cada año por aquellas fechas, a todos los familiares de Patricia Tadeus. He precisado «de Patricia Tadeus» porqué de la familia del difunto barón ya no quedaba nadie vivo. 

Cerca del edificio, en un nivel inferior, había una bonita plaza enlosada rodeada de pinos. Ya había otro coche aparcado bajo un cobertizo cubierto con encañizado. Al vernos llegar, dos mujeres sentadas en un banco sombreado se alzaron con aires de protocolo. Al instante, deduje que deberían ser las dos criadas de Patricia.

–Buenos días –las saludó la baronesa tras salir del coche con aires de superioridad–. ¿Hace mucho, que os esperabais? Es que las carreteras están hechas un verdadero asco.

–No, señora. Acabamos de llegar, pero aguardábamos porque sin la llave no podemos entrar.

–Oh, sí, por supuesto; Ángela os la dará. –Y avanzando altiva unos pasos, ordenó:– Empezad por la cocina y continuad con el comedor. Hasta las dos, tenéis tiempo de sobra. Para comer, preparadnos algo ligero y fresco, ensaladas y pescado, por ejemplo. Ah, y por cierto, Rosa: ¿puedes llevarnos algún cóctel o refresco? ¡Hace tanto calor!

–Discúlpeme, señora, pero yo soy Mercè, y sí, lo bajaré enseguida. Hemos comprado todos los comestibles que nos encargó. ¿Desea algo más?

–Deberé pediros que bordéis vuestro nombre en la solapa; siempre me confundo. Una cosa más: por la tarde le mostráis las habitaciones disponibles a la señora Elionor Amarils, y que ella misma escoja la que más le guste. Pasará el verano con nosotros, ¿sabéis? Es una reciente amiga mía. Quizás no tengamos mucho en común, ¿pero os acordáis, de la torcedura que sufrí hace tres meses? ¡Suerte que ella me socorrió! Y desde entonces, mira por dónde, cenamos juntas una vez por semana.

–O dos, Patricia –intervine.

–O dos, exactamente. Y como este año, sin Giannis, todo será diferente –añadió, afectada–, decidí invitarla. ¿Sabes? Estoy segura de que lo pasarás muy bien, aquí –y me guiñó el ojo.

Las dos chicas, con una expresión más bien de desinterés, se dispusieron a obedecer las órdenes. Pero no transcurrió ni un minuto antes de que una de ellas bajara la escalera saltando los peldaños de dos en dos. Una expresión de alarma se reflejaba su rostro y toda ella desprendía una gran excitación.

Casi sin aliento, gritó:

–La cerradura... la cerradura de la puerta, señora... Alguien... ¡alguien la ha roto!

–¿Pero qué dices, niña? –Se extrañó, reprendiéndola– ¿Estás segura?

–Y el aire es irrespirable, señora –añadió nerviosa. Mercè sí, ella ha entrado, pero me ha dicho... ¡ay!, me ha dicho que las viniera a buscar.

Ángela, Patricia y yo misma ascendimos a paso ligero por la escalinata, que culminaba en un esbelto y acogedor porche alrededor de la puerta principal de la casa. Después de cruzar el umbral, nos adentramos en el recibidor, donde todo permanecía cubierto de una tenue capa de polvo.

Un irritable hedor nos guio hacia la sala principal de la planta baja. Allí encontramos a Mercè, petrificada y muda de estupor contemplando el primer rellano de la escalera regia que presidía aquella cámara y que comunicaba con el primer piso.

 

II


La amenaza 

 

Los vehículos de los Mossos d'Esquadra y de los técnicos judiciales invadieron en pocos instantes el edificio, si bien la autoridad judicial se hizo esperar. Era domingo, y sólo había un único juez de guardia en la capital.

Cuando por fin la comisión judicial hizo acto de presencia, yo misma, acompañada de una inquieta Patricia Tadeus, recibimos la autoridad en el porche de la Casa del Norte. 

El juez, Ricard Santasusana de Oriola, resultó ser un hombre joven, de aspecto decidido y mirada firme y confiada. Dirigía la situación con eficaz y contundente simplicidad, lo cual le confería una imagen de alguien muy seguro de sí mismo. A pesar de todo, no pudo evitar una palidez glacial y un gesto de consternación al ver el cadáver. 

–Quizás no me podrán responder –admitió el juez, girándose de espaldas al cuerpo–, reconozco que cuesta identificar un cadáver en este estado, pero ¿podrían intentar hacer este esfuerzo?

Observamos de nuevo, y desde lejos, aquella masa fétida, vacía, deformada y putrefacta de la cual, al ser movida por los técnicos forenses, se desprendían espesos grumos de gusanos blanquecinos. Por los peldaños de la escalera había chorreado un líquido oscuro, ahora reseco, que contrastaba con la blancura de algunos huesos que se vislumbraban con absoluta claridad. 

El cuerpo, encastado en una especie de sitial, permanecía cubierto con una tela azul por encima de la cual brillaban una multitud de lentejuelas de idéntico color. Ya entonces deduje que debería tratarse de un refinado traje de noche. En la zona de los pies, medio escondidos bajo la tela, se apreciaban unos zapatos altos del mismo tono azul que el vestido. Distintos elementos adornaban el cadáver. En especial, destacaba una alianza dorada, un ostentoso collar de perlas y, justo encima del pecho, un broche en forma de trébol de la suerte. El suave tono esmeralda y el perfil dorado hacían resaltar la piedra lila engastada en el centro. Todo en conjunto acentuaba, todavía más, la esperpéntica masa que, a pesar de causarnos náuseas, observábamos dando buenas muestras –lo admito– de hasta qué extremo llega la morbosidad humana.

A pesar del repugnante contexto, parecía que se burlara de nosotros con aquel rictus intrigante de las calaveras, una especie de sonrisa sarcástica y escalofriante.

–Me resulta violento y extraño –respondió la baronesa, marcando las sílabas–, pero tengo la impresión... la rara sensación... de haber visto ese pelo.

–Debió de morir hace cinco o seis meses –informó el doctor Marcaus, el forense, mientras con un trapo húmedo desinfectaba una de las piezas que había utilizado–. Con toda seguridad murió a causa de unas cuchilladas; todavía se pueden distinguir un par de marcas en el tórax, por debajo del vestido, e incluso rozaduras en algunas costillas. . Eso demuestra que la disfrazaron de tal guisa una vez muerta. Es lo único que puedo decirles, de momento. Trataré de hacer la autopsia esta tarde o mañana por la mañana, a más tardar.

–Seis meses... Pelo rubio... Muerta a cuchilladas... –recopiló la baronesa, en voz alta pero muy pálida– ¡Ahora caigo! ¡La secretaria! La secretaria que fue mi marido. Sí, hombre; se llamaba… se llamaba… ¡Elsa! Sí, eso: Elsa Martí no-sé-qué-más.

–¿Está segura, señora Tadeus? –Inquirió el juez.

Patricia estaba inquieta. Se la veía desconcertada, aturdida. Por un momento me pareció que incluso le temblaban las manos.

–Segurísima. Háganle la autopsia y lo corroborarán. O no, mejor aún; vean el nicho donde, en teoría, debería estar enterrada. Ya verán cómo no está –y volviendo la vista hacia el juez, remarcó enfática pero con voz trémula. Estoy segura, señoría: es Elsa Martí, la antigua secretaria de mi esposo.

–Bien, será mejor que nos vayamos a otro lugar… –propuso el instructor– Querría hacerlas algunas preguntas. 

Pero nos pararon justo antes de salir de aquella estancia.

–Señoría: lo hemos encontrado en el regazo del cadáver –y, con cuidado, depositó un sobre y una rosa roja reseca por el paso del tiempo en las manos enguantadas del juez. 

–Bien, lo estudiaremos –murmuró, quedándose el sobre y devolviendo la rosa al perito. Procurad que nadie más entre mientras retiran el cadáver.

La salita donde nos reunimos era más pequeña pero, a su vez, más acogedora que el comedor. Una portentosa chimenea, que debía ser muy agradable en invierno, presidía aquella cámara decorada con más sobriedad que el recibidor. Nos sentamos en las butacas que rodeaban el hogar, todos menos los miembros de la comisión judicial y las muchachas, que prefirieron mantenerse de pie.

Antes de empezar con las preguntas, el juez leyó, para sí mismo, el contenido del sobre que le habían entregado.

–En efecto –confirmó–, todo parece indicar que el cuerpo encontrado corresponde al de Elsa Martí, secretaria del difunto barón de Ubach.

–¿Lo dice en este sobre? –Se interesó Patricia.

–Señora baronesa –dijo el juez, sin responderle y mirándola con atención–, ¿ha recibido algún tipo de amenaza, últimamente?

Por primera vez la vi vacilar. ¿Se moría de ganas de decir que sí, de exclamar «¿Lo veis? ¡Ya os lo decía, yo!». Pero balbuceó al responder –magnífica actuación– para no revelar el auténtico motivo de mi presencia.

–Bien, le diré que, quizás desde la muerte de mi marido, he sospechado que podía haber alguien interesado, ¿sabe? Alguien que quisiera borrarme del mapa. Y algunas cosas no encajan, claro está. La gata, por ejemplo, que corría por el pasillo del primer piso cuando encontré muerto a Giannis, a pesar de que la había enviado a la planta baja y había cerrado la puerta antes de irme al baño. Y después de morir esta chica, la secretaria, a puñaladas... ¿Pero por qué me hace esta pregunta? ¿Que en este sobre...?

El juez dudó un instante, pero al final optó por leer, en voz alta, el contenido de la tarjeta que había sustraído del interior del sobre.

–Como no veo ningún inconveniente, se lo leo: «¿Qué tal, Patricia? ¿Nerviosa, quizás? No me extrañaría, ya que alguien te quiere matar. Debes temer de tus familiares e incluso de Elena, aunque no esté en su sano juicio. Tienes demasiado dinero y te diré que, por mucho menos, hay quien arriesgaría su propia vida. El primero en caer fue el barón.. Ella descubrió algo, y aquí la tienes. Pero ahora la historia acabará, porque te toca el turno a ti, querida Patricia. Ha empezado tu cuenta atrás».

Dobló la hoja respetando las marcas originales, la colocó dentro del sobre y dio la carta a un oficial, ordenándole que la llevara al laboratorio. Se sacó los guantes de látex, los puso en las manos de otro oficial y se dispuso, por fin, a prestar un momento de atención a la aludida en aquel escrito. 

La vi pálida como si la sangre se hubiera desaparecido de su cuerpo. Demostraba con claridad que acababa de darse cuenta de la proximidad de aquello que sospechaba ella misma. 

–Parece bastante evidente, señora Tadeus, que se trata de una amenaza contra usted. Hablaremos con calma, no se preocupe. Si quiere, de momento, puede retirarse. Y tómese un tónico; un dedo de brandy, por ejemplo. Creo que le sentará bien.

–Sí, supongo que será lo mejor. Disculpe... ¿Puedo llevarme a Rosa o a Mercè?

–Cuatro preguntas y podrán salir –respondió condescendiente, antes de verla salir de la habitación.

–Perdone, señoría –intervino el secretario judicial, un hombre de espalda ancha y casi dos metros de estatura–, pero ¿qué debemos hacer, con la rosa? 

Y le mostró el desecado tallo, en cuya parte superior había un puñado de pétalos rojizos medio torcido por la marchitez previa al secado.

–¡Ah, sí! Bueno, si alguien me sabe dar una explicación... 

–Las rosas aterciopeladas y rojas –respondió Rosa– eran... Bien, me había dicho que eran, sus flores predilectas.

–¿Quién se lo había dicho?

–Ella misma, Elsa.

–¿Se conocían, pues?

–Trabajábamos al servicio de los barones desde desde hacía tiempo –intervino Mercè, con un tono más enérgico.

Transcurrió un breve instante de silencio antes de que el instructor se dirigiera de nuevo al secretario.

–Gracias, Antonio. Que la lleven al laboratorio, a ver qué nos pueden decir. Una cuestión importante –reanudó, mirándonos fijamente–: ¿Quién es esa tal Elena que aparece mencionada en la carta?

–Se debe referir a la única hermana del barón, , supongo –respondió Rosa. No conozco a nadie más de esta familia que se llame Elena.

–¿Y es verdad que no está en su sano juicio?

–Sí, de hecho, es el otro elemento identificativo –contestó esta vez Mercè–, sin embargo...

–¿Sí?

–Está muerta, ya. Murió pocos días después de fallecer su hermano.

El juez se mostró desconcertado. Frunciendo las cejas, preguntó:

–¿Y de qué murió, si se puede saber? Es decir, ¿la muerte fue, digamos, natural?

–En principio –prosiguió Mercè–, sí, murió de muerte natural. Hacía tiempo que tenía problemas de corazón, como su hermano, y quizás la muerte del barón la trastornó más de lo que todo el mundo suponía. Ignoro si puede ser importante, pero me parece recordar que no le hicieron la autopsia.

Debo confesar que me sorprendió aquella información. Dos hermanos con problemas cardiacos habían muerto con muy poco tiempo de diferencia. Sobre el primero, alguien, la viuda, sospechaba que el fulminante infarto tuvo lugar porque alguien lo provocó. Quién sabe si también, en este segundo caso... ¿Pero por qué motivo, al fin y al cabo?

–El caso de la muerte del barón –consideró en voz alta al juez– tuvo una importante resonancia mediática, pero no se habló, que yo recuerde, de esta hermana.

–Verá –añadió Mercè, con un aire más bien de disculpa–, es que se trataba de alguien con una deficiencia psíquica importante, y estas cosas, en el seno de la alta sociedad...

–Continúe.

–No, a ver, la querían y mucho, que conste. Pero decir que era una actriz secundaria, para entendernos, es poco. De hecho, no recuerdo que nunca, ni el barón ni la baronesa, hablaran de ella o la mencionaran en público. Ni quizás en privado, quiero decir en conversaciones con conocidos o amistades –añadió, mirándome de reojo.

–En otras palabras; podemos considerar que era alguien irrelevante.

–Insisto: la querían, y me atrevo a decir que mucho.

–Bien, hablaré de ello con la baronesa. ¿Por cierto, quién podía saber que ella empezaba hoy las vacaciones?

–No era ningún secreto, señoría –respondió Mercè–. Desde que se casaron, los barones se instalaban en este lugar el último domingo de junio, y eso era bien sabido por aquí. Este año, aunque el señor barón ya no esté, la señora ha optado por respetar la metódica tradición.

–El último domingo de junio; curiosa costumbre. Bien, háblenme ahora de esta casa. En particular ustedes dos, las asistentas supongo que sabrán más que cualquier otro de los aquí presentes.

–De la casa... ¿qué quiere decir?

–Cuánto de tiempo hacía que no venían por aquí, si han apreciado otros cambios aparte del cadáver, objetos desaparecidos, cosas de este tipo.

–Pues… ¿no veníamos desde cuándo, Rosa?

–Me parece que desde octubre. Los barones pasaron una semana de descanso, la primera de aquel mes, creo.

–Cierto –confirmó Mercè–, así es. No habíamos vuelto desde entonces.

–Y sobre eso que dice de los cambios, yo creo que no.

–Al menos a primera vista, no lo parece –consideró Mercè–, aunque... Un momento, por favor.

Desapareció de la estancia durante un par de minutos. Dos agentes la acompañaron y permanecieron con ella hasta que entró de nuevo a paso ligero. Mostraba una expresión meditabunda y balanceaba la cabeza de izquierda a derecha, denegando para sí misma alguna cosa.

–¿Y bien? –Se interesó el juez.

–No falta ninguna –respondió la chica–. De llave, quiero decir. En uno de los cajones del mueble principal del recibidor, el tercero empezando por debajo, es donde se guardan las llaves de esta y de algunas otras propiedades de los barones. De la baronesa, quiero decir. Hay las del Palacete de la Garriga, las del solar de Ubach, las de la capilla de Santa Clara, las del despacho del barón en la calle Balmes de Barcelona, las del apartamento de Pedralbes...

–Vaya, menudo ajuar. ¿Y me pueden decir quién sabe que en este cajón se guardaban todas estas llaves? 

–Pues nosotros, claro está. Y quizás los familiares de la señora, porque cuando están aquí, meten la nariz por todas partes –concluyó a la chica, mordaz y sin pensárselo dos veces.

–Estos familiares... –murmuró el juez.

Después de un instante de silencio, nos agradeció la colaboración y nos recordó que habría más interrogatorios. Y mientras salía para reunirse con la baronesa, perdí el mundo de vista durante unos cuantos segundos. Un escalofrío electrizante me congeló la sangre en las venas. Aún hoy, cuando pienso en ello, se me pone la carne de gallina. 

Lo cierto es que nunca supe a qué se debió aquel escalofrío. Quizás mi subconsciente había interceptado algo inquietante pero, en cualquier caso, no identifiqué la causa. 

 

III


El careo

 

La baronesa esperaba al juez y al secretario recodada en la barra americana de la cocina. Con la mano derecha, sostenía una copa medio llena con la cual trazaba círculos en el aire.

A continuación voy a reproducir el peculiar interrogatorio que presencié de soslayo –¿verdad que hacía de detective? Pues estaba bien justificado mi incorregible vicio de meter la nariz por todas partes–. Con la excusa de tomar el aire, crucé el porche, di una vuelta por el jardín y entré en la galería contigua a la cocina por la puerta de atrás. Desde allí, y gracias a la puerta entreabierta, pude ver y sentir casi toda la escena. Tan pronto como me hube situado, el aroma de un plato fuerte y condimentado con sustanciosa salsa baronesa me impregnó todos los sentidos. Un plato bien regado, dicho sea de paso, con unas cuantas copitas de alcohol.

–Le pregunto en privado, señora Tadeus, si cree que la amenaza puede ser real.

–Sí, señoría. Ya hace tiempo que me siento amenazada, pero el nivel de competencia y de inteligencia policíaca queda bastante por debajo de la suela de los zapatos, en este país. Les hablé de Mina, mi gata, que volvía a deambular por el corredor, lo cual significaba que alguien abrió la puerta del piso. ¿Y quién lo podía haber hecho, sino el asesino de mi marido? ¿Y qué me dice, de la pobre Elsa? ¿No merece una investigación, este cúmulo de circunstancias? ¡Pero nada! Ya lo decía, Giannis: de la Administración no esperes más que poco trabajo, mal hecho y cobrar. Porqué de eso no se olvidan, no: ¡Hacienda somos todos, dicen! Que bochorno…

–Disculpe, señora. ¿Está segura qué es whisky, lo que bebe? Y en todo caso, ¿no ha tomado ya suficiente?

La baronesa bajó el rostro y se apoyó la nariz en el vaso para oler el contenido. Acto seguido profirió:

–Whisky o coñac, ¡qué más da! Mientras quede alcohol para ahogar las penas. Claro que, con esta, llevo cuatro... ¡Y a mí, que me suben los colores enseguida! Me basta un solo trago. ¡Pero es que lo del cadáver! Oh, Dios mío, estoy perdida. No me salvará nada, esta vez. Estoy acabada, no tengo salvación –se lamentó lloriqueando. ¡Ahora me matarán y usted lo sabe, señoría, usted lo sabe! ¡Hipócritas malditos! ¡Asesinos! ¡Sanguinarios! Media patética vida esparciendo dinero y mire, ¿ve?, ahora quieren verme muerta. Son unos hijos...

–Pero tranquilícese, por favor, que así no solucionaremos nada.

–¡Solucionar! ¿Pero qué demonios quiere solucionar, si me acabarán matando?

–Señora baronesa, por favor, cálmese: ¡no la matarán, se lo aseguro, ni a usted ni a nadie! Confíe en la justicia.

–¿Qué confíe en qué? ¡Vaya locura! ¡Usted es estúpido! ¡Uy! ¡Uy! Perdone... yo no quería...

El juez le quitó la copa de las manos con un gesto de asco.

–Venga, por favor, cálmese. ¿Quiere que lo dejemos para más adelante?

–¿El qué? ¡Ah no! Ya quizás estaré muerta, más adelante. Hablemos ahora.

–Hágame caso, vale más que descanse.

–Ni soñarlo. Quiero hablar ahora.

–Pero debe entender que está en estado de shock.

–No estoy...

–Que sí, que sí lo está. Mire, señora Tadeus...

–¡Coño, que no! ¡Ni shock ni hostias, hijos de puta! ¿Es que ni ahora me queréis hacer caso? 

Después del desahogo dialectal fruto de la tensión acumulada, el juez, perplejo, se quedó erguido delante de Patricia. Ella, rauda, se alzó del taburete y le cogió con rabiosa furia por las solapas de la americana. Santasusana, con un simple gesto, evitó la intervención del secretario.

Con los dientes cerrados, Patricia exigió:

–Usted ahora se sentará en mi lado y me escuchará. ¿Verdad que lo hará?

–Bien, pero tranquilícese.

–Así me gusta –paladeó, retadora. Dominaba la tensión de aquel instante dosificando la explosión de ira. De hecho, su personalidad se había transformado de golpe: era otra Patricia Tadeus–. Mi marido murió el doce de diciembre del año pasado a causa de un infarto, pero yo sé que alguien se lo provocó. Mis parientes, que usted interrogará porque quiero descubrir quién es el malnacido, asistieron a una comida familiar aquel mismo jueves en mi casa. Alguien tomó una de las llaves de la puerta principal, colgadas en el llavero del recibidor, y volvió por la noche para asesinar a mi esposo mientras yo estaba en el baño. Elsa lo debió descubrir, y por eso la apuñalaron. Ahora usted se tomará todo lo que le he dicho como un dogma de fe.

–¿Para conseguir qué? ? –La voz del juez era dura y mordaz.

–Ya se lo he dicho: ¡para llegar a descubrir quién me amenaza! Mantendrá discreción absoluta mientras dure la investigación. Cuando sepa quién es el traidor, tomaré las medidas que yo crea convenientes. ¿Queda claro?

–Mire, señora Tadeus, yo debo instruir el caso del asesinato de Elsa Martí. Un caso archivado que ahora, por todo lo sucedido, se investigará de nuevo. Se lo repito: instrucción del caso Elsa Martí. Y en segundo lugar –añadió el juez, frustrando la queja de Patricia–, a mí nadie me da órdenes. ¿Queda claro?

–Hablaré con sus superiores, señoría.

–En este Estado, señora Tadeus, como en todos los estados civilizados del mundo, los jueces no tenemos superiores. Somos independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley. Artículo ciento diecisiete, punto uno, de la Constitución.

–En este Estado, señoría, como en todas partes, la última palabra la tienen el dinero y el poder.

El juez, entonces, sonrió triunfante. Con unos laureles y vestido de púrpura, hubiera parecido la viva imagen del César.

–¿Y si su vida, señora Tadeus, dependiera de mí? 

Patricia lo miró expectante. Hubiera jurado que le brillaban los ojos.

–Lo digo, claro está, y compréndame usted, porque partiendo de la teoría que me acaba de exponer, quien la quiere matar sería la misma persona que asesinó la secretaria, ¿no es así?

–¿Y?

–Nada más, señora. Mantenga las hipótesis que quiera: de los hechos, ya nos ocupamos nosotros. ¿Quiere añadir algo a su declaración?

Patricia contuvo la furia y denegó con la cabeza.. Su cara ya no parecía implacable; había perdido otra vez vigor y tono.

–Pues hemos terminado, señora Tadeus. Muchas gracias por su atención y permítame un pequeño consejo: confíe más en nosotros. Se lo digo porque esa justicia a la que usted reprocha tantos defectos suele ser más justa con los que son justos con ella. Le deseo que, a pesar de las circunstancias, pase usted un muy buen día.

I Julio César abandonó la cocina.

 

IV


Los actores entran en escena

 

En el transcurso de la tarde de aquel último domingo de junio llegaron a la casa los cinco familiares de Patricia. Investigar si alguno de ellos podía ser el autor de la amenaza era una cuestión muy delicada, ciertamente, pero Gala me recomendó enfocarlo desde este prisma. La había telefoneado poco antes de comer para ponerla al corriente de la situación. Y aunque es mi hija, nunca dejará de sorprenderme. A duras penas se mostró perpleja al comentarle todo el asunto del cadáver y la amenaza; era como si ya intuyera que sucedería algo muy grave.

Hacia las cuatro de la tarde, más o menos, Patricia y una servidora nos sentamos en las esbeltas sillas de hierro forjado y mármol que presidían un rincón de los jardines de aquella finca. La sombra de algunas encinas y la brisa suave nos permitían sobrevivir al sol abrasador de aquel intenso y extenuante día de verano. 

Intentábamos olvidar el horror macabro que nos atormentaba. Pero al menos en mi caso, la imagen del cuerpo medio descompuesto se aferraba en mi mente y, mirara donde mirara, pensara lo que pensara, en todas partes se imponía su presencia. 

La primera en llegar fue una mujer de unos cincuenta años que Patricia me presentó con el nombre de Elvira Gracia. Se la veía una persona preocupada por la imagen y vestía con una colorida y veraniega variedad de tonos difuminados. Mostraba un ademán desenvuelto y juvenil, poseía una voz cálida y modelada y dudo de que nadie hubiera sacado a discusión la franqueza, al menos aparente, de sus palabras. No era de extrañar, opino todavía hoy, que la baronesa tuviera esta prima en mejor concepto que el resto de personas de su entorno.

–Elvira, te presento una íntima, aunque reciente, amiga mía: Elionor Amarils.

Entonces la aludida se retiró las gafas de sol y me miró interesada durante unos cuantos segundos. La suya era una mirada hipnotizadora capaz de intuir los secretos ocultos detrás de las apariencias. Sus iris eran de un verde más claro que los míos y desprendían un vigor y una energía que cautivaban y dominaban al receptor. 

Después de aquel paréntesis momentáneo, arqueó de nuevo las comisuras de los labios en una sonrisa franca y me alargó la mano como si nada no hubiera pasado. Patricia prosiguió:

–Pasará el verano con nosotros.

–Lo celebro –exclamó sonriente.

–Y yo de poder disfrutar de este pequeño paraíso. Al principio no quería venir; hace muy poco tiempo que nos conocemos –me excusé, mirando a Patricia–. Son unas vacaciones familiares, y una servidora temía importunarles.

–¡Tonterías! ¡Nada de nada! –Replicó la recién llegada–. Debe sentirse afortunada por la invitación. Además, siempre resulta agradable, conocer caras nuevas. 

***

Media hora más tarde aparcó en la placita un coche más modesto que el de Elvira. Del interior, sin embargo, salió toda una dama. Era Victoria Fontanals de Tadeus, y Estradé de soltera. 

Para describirla, me remito a la teoría de los opuestos de algunos filósofos presocráticos: día y noche, frío y caliente, blanco y negro, Elvira y Victoria.

Así de contundente era la diferencia.

La alegría, la espontaneidad, la sencillez, la amabilidad, el temperamento y la sonrisa de Elvira Gracia –un apropiado apellido, además– contrastaban con la gris, seca, monótona, escasa, desconfiada y calculadora Victoria Fontanals. Desde el punto de vista físico, el contraste era también notable. Elvira era más bien alta, de complexión robusta, pelo castaño, rizado y más bien corto, y exhibía una piel de agradable color canela. Victoria Fontanals, por su parte, era bajita, escuálida y lucía una acampanada cabellera negra que enmarcaba un rostro de piel más bien blanca y fina.

Era un abismo divertido. Quizás, y sólo quizás, el único puente que las unía, la única remota semejanza, radicaba en la brizna de inteligencia que se percibía en el fondo de aquella inquisidora mirada expectante. Los suyos eran unos ojitos chiquitines, brillantes y oscuros, que denotaban perspicacia aunque eran incapaces de emitir aquel excepcional efecto posesivo que sí desprendían los de Elvira.

***

De los tres sobrinos, la primera en llegar fue Eva, que nos saludó alzando la mano desde la ventanilla del copiloto de un lustroso sedán de color azul marino. 

La señora Fontanals, Elvira, Patricia y yo misma nos encontrábamos entonces sentadas bajo un parasol al final de la escalinata que llevaba al porche de la Casa del Norte. Desde allí la saludamos de igual manera, al menos Elvira y una servidora. Patricia se había recluido en su mundo particular desde hacía un buen rato, y la señora Fontanals estaba demasiado ocupada escudriñando al joven conductor del automóvil.

–Te recogeré el miércoles hacia las ocho –dijo el chico a Eva.

–Okis. Pero sé puntual, ¿vale?

Y después de una rápida maniobra, desapareció a tanta velocidad como se había presentado.

–¿Qué tal, familia? ¿Cómo estás, tía?

Eva Castillo y Tadeus de Ubach era una chica de unos veinte años, rubia, de estatura más bien alta y complexión delgada. Exhibía un talante optimista y alegre, similar al de Elvira pero más directo y despreocupado. 

–¡Mírala ella! –Exclamó Victoria con aires de censor–. Sabes muy bien que tu tía ha pasado un mal rato, hoy, y tú te presentas aquí como si nada hubiera pasado. Siempre haces lo mismo: conviertes en primavera todas las épocas del año –y habiendo reiterado la desaprobación, se levantó y se fue excusándose–. Perdonadme, pero llevo ropa delicada y quisiera deshacer las maletas cuanto antes mejor. O sea que, si me disculpáis...

–Veo que miss simpatía se encuentra tan bien como siempre –dijo la chica una vez se hubo retirado Victoria Fontanals.

–No seas injusta con ella, mujer. Ya tiene unos cuantos años, y pasó una mala juventud –la excusó Elvira, con una sonrisa benévola y discreta.

–Eso no sirve de excusa. Tú también tienes unos cuantos años y...

–Oh, gracias.

–Anda, Elvira, no te enfades. Ya me entiendes; tía Victoria es sosa y reprimida por naturaleza. 

Debo confesar que, de algún modo, compartía aquella apreciación.

–Y usted debe ser, si no me equivoco, a la señora Amarils, ¿verdad, tía?

Patricia se ocupó de las presentaciones. Sin embargo, cada vez que me fijaba en ella la notaba más decaída y pensativa.

–Tanto gusto en conocerla –correspondió la chica con postiza educación.

–Lo mismo digo, pero guárdate el usted para otras personas.

–¡Uf! no sabes en absoluto cómo te lo agradezco. ¡Son tan cargantes, las formalidades!

–Y hablando de cargante; ¿vas muy ligera, no? –Observó Elvira, después de comprobar que la chica no llevaba ni una pequeña mochila.

–¿Lo dices por el equipaje? Me lo traerá Roger. Sólo puedo decir que esta  me la debía.

–¡Uy, uy! Vale, entendido, no pregunto más.

***

Su hermano fue, precisamente, el siguiente en hacer acto de presencia. Era un chico moreno de aspecto despreocupado, simpático, risueño y, debo decirlo, bastante apuesto. 

Admito que las señoras de edad más bien madura –entre las cuales, por supuesto, me cuento yo también– tendemos a tratar con un cierto sentido maternal los chicos de edad similar a la de Roger, vivarachos y poco responsables en general. El caso de aquel chico no fue ninguna excepción, y lo digo porqué, si se percibiera alguna deferencia especial por mi parte hacia al sobrino más joven de Patricia... bien, pues no hagáis demasiado caso. Me encanta, la profesión de madre.

***

Pasaban pocos minutos de las siete de la noche cuando llegó Xavier Tadeus y Martí, el último de los cinco parientes de la baronesa. 

Era un chico esbelto, moreno, de mirada inquieta, con un carácter huidizo y el andar suave. Imitaba la sonrisa furtiva de su tía Victoria, pero a diferencia de ella se le veía muy seguro de sí mismo. Demasiado seguro, quizás, y por eso, al conocerlo, tuve un extraño presentimiento. Infundía desconfianza. 

Abrió la puerta del asiento del copiloto del vehículo y de allí saltó un sedoso gato de angora –gata, para ser más exactos–, que me presentaron con el nombre de Mina. Era la mascota de Patricia, un felino muy especial, el único ser vivo que podía haber presenciado el posible crimen del barón de Ubach.

Y con ella en la casa ya estábamos todos.

 

V


El enigma del pendiente

 

Aquel lunes, treinta de junio, se despertó como cualquier otro día de verano: cálido, soleado y con una suave marinada. La noche del día anterior habíamos convenido con Elvira que nos levantaríamos pronto para salir a caminar un poco por la playa. A pesar de todo, debíamos aprovechar los pequeños momentos de calma. 

A las siete de la mañana, con la tibia luz de los primeros rayos de sol, salíamos de la Casa del Norte. El horizonte preludiaba un despejado día calor. El mar tomaba los fugaces colores argentados del alba. La silueta de algunos barcos se recortaba en la calina que empañaba el horizonte. 

–Me apasionan estos efectos luminosos –comentó Elvira.

–Ideales para un cuadro impresionista.

–Cierto, es un tema recurrente. Debo confesar que me encantan, las marinas, y he pintado unas cuantas.

–Como la de la biblioteca, ¿verdad?

–Exacto. Veo que te has fijado en la firma.

–Y en la fecha, también.

–Lo pinté el año pasado, creo. Eres muy observadora, Elionor.

–Siempre he considerado que me he pasado la vida siendo una simple espectadora.

Entonces extendí la vista hacia el horizonte. El azul intenso se iba atenuando a medida que el sol impregnaba y emblanquecía el ambiente, mientras las olas se partían al chocar contra los escollos, barnizados de vida salada. 

Empezamos una conversación relajada y agradable sin caer en la vacua cortesía. Una oportunidad que yo exprimí con el fin de entrever el perfil personal de Elvira y la opinión que le merecían los tenebrosos acontecimientos, procurando evitar, en todo caso, los detalles escabrosos del hallazgo del cadáver. Y no tardé en confirmar la impresión que me había forjado al conocerla: Elvira Gracia poseía otra cara complementaria al carácter extrovertido, juvenil y afable que tanto la caracterizaba. 

De vez en cuando, disparaba una mirada de hielo o, mejor dicho, que dejaba helado quién la recibía. Era una mirada incómoda, atemorizante. Pillaba desprevenida a la presa y entonces, por momentos, su inteligencia parecía más punzante. Más belicosa. Más, quizás, fría y destructiva. ¿Podía ser alguien capaz de disfrutar con el miedo o el sufrimiento de las personas a quienes odiara? En el fondo, sólo este teórico placer sería el móvil que la impulsara a amenazar a la baronesa en caso de ser ella, claro está, la responsable del montaje. Porqué de los cinco familiares de Patricia, ella era la única que no necesitaba suplementos económicos. En ella, una rica viuda que mataba el tiempo entre pinturas al óleo y acuarelas, el móvil económico se desvanecía como un castillo de naipes. Era descartable, por lo tanto, que quisiera asesinar a la baronesa por dinero.

Sin embargo, podía haber sido ella la autora del escrito, y también la responsable de preparar aquel escenario, colocando un cadáver de fondo para que la amenaza fuera más efectista, más agresiva y dramática, más angustiante si era posible. Y esto aparte de que en el escrito de la amenaza constara, de forma explícita –quizás demasiado para ser convincente–, el móvil económico,

De hecho, desde que había visto aquella escena, con el cadáver, la rosa y la amenaza, notaba que fallaba alguna cosa. Y, por más vueltas que le daba, no acababa de intuir de qué se trataba.

***

Al regresar, mientras ascendíamos por las escalinatas que desembocaban en el porche de la casa, algo reluciente me atrajo la atención. Era un objeto diminuto y dorado, un pendiente brillante, que centelleaba desde la losa morada del penúltimo peldaño. Yo misma lo recogí.

–Alguien lo debe haber perdido –comentó con desinterés Elvira.

–Pero Dios, ¡está ensangrentado! Y hay una manchita de sangre aquí, y otra más, ¡mira!

–¿Qué dices?

Intenté recordar. ¿De quién podía ser, el pendiente? Los de Eva eran unos aros enormes. Los de Elvira no, porque los llevaba puestos y tenían forma de luna. Míos no eran, por descontado. De la Fontanals tampoco, porque los suyos eran dos perlas a juego con el collar. Ni podía ser de alguna de las muchachas o de la secretaria, ya que las tres los tenían plateados. Ensangrentado... ¡y sólo podía ser de Patricia!

Al cruzar el recibidor choqué con Mercè, ocupada en abrir los postigos de los ventanales.

–¿Se ha levantado, ya, la baronesa? –Le pregunté con el aliento entrecortado.

–Todavía no. Cuando estamos de vacaciones no la despertamos nunca antes de las nueve.

Subí las escaleras que llevaban al segundo piso tan rápido como me lo permitía el cuerpo. Incluso probé de saltar los peldaños de dos en dos. Llamé a Patricia al llegar a la puerta de la habitación, pero no respondió. La volví a llamar y, de nuevo, silencio.

Desconcertada, clavé los ojos en los de Elvira, que reflejaban una mirada inquisitiva. Ella correspondió con un gesto de afirmación. Entonces, sin darle más vueltas, accioné la manecilla de la cerradura y la puerta se abrió.

 

VI


Entrevista con el juez

 

En el interior de la cámara, todo estaba en la más absoluta calma. La ventana entreabierta dejaba que la brisa y el eco del mar se adueñaran de aquel espacio. Reinaba una extraña pulcritud. El armario permanecía cerrado. Encima de la butaca tan sólo había un pequeño fardo de ropa. Nadie había deshecho la cama. 

De Patricia, ni rastro.

Todos los que nos habíamos congregado delante de la puerta entramos en procesión. Recuerdo que le pedí a Mercè que avisara a la policía. Justo se lo acababa de decir cuando Elvira me llamó la atención.

–Mira qué hay encima del escritorio –exclamó mientras alzaba un sobre cerrado–. Es la letra de Patricia; estoy segura, la conozco bien.

–¿Pero qué dice? –Insistió Victoria, embutida en un batín de seda.

–«A la atención de Elionor Amarils».

***

Estimada Elionor, 

Si al final he decidido irme no es porque sospeche que alguien me quiere matar, sino porque ahora sé quién lo quiere hacer. 

Tenía razón mi madre; el dinero solo trae la desgracia. No quiero vivir un escándalo de esta magnitud.

De todo corazón, adiós y gracias. 

Patricia Inmaculada Tadeus y de Ubach

PS. Ahora ya no hace falta que disimules más delante de mis parientes y conocidos. Y dile a Ángela que os pague, a ti y a tu hija, el doble de lo que os haya costado el encargo.

***

Pasaban poco más de veinte minutos de las once de la mañana cuando me recibió el señor Santasusana, al juez de guardia que nos había visitado el día anterior. 

El luminoso despacho estaba lleno de modernas estanterías que contenían libros de jurisprudencia y legislación. El verde de las cubiertas destacaba en contraste con el negro de los estantes que, a su vez, realzaban en el blanco de las paredes. En el aire flotaba un denso aroma de café.

De la planta del escritorio no se veía ni un centímetro. Unos manteles de hojas, dosieres y utensilios de oficina lo impedían. Incluso se distinguían algunos elementos personales, como una agenda y un llavero abierto. Me fijé en las llaves del de un vehículo, con el logotipo de una conocida marca automovilística y la insignia de uno de los modelos más recientes que había sacado al mercado.

–Adelante, por favor, y siéntese –me invitó, sin apartar la vista de la pantalla del ordenador–. Si no le importa, quisiera acabar esta sentencia. Es de un peculiar juicio de faltas. Hace rato que estoy en ello –puntualizó, en un tono muy neutro y nasal–, pero hay días que no consigo encontrar, por más que lo intento, la palabra adecuada.

–Gracias, esperaré.

De hecho, le agradecí que me dejara descansar unos instantes. Había llegado acalorada y resoplando. Por suerte, Elvira se había ofrecido a llevarme a la Bisbal d’Empordà, donde se hallaba la sede del partido judicial. 

Debo decir que ni ella ni ninguno de los demás miembros de la familia, salvo Victoria, se habían enojado al saber el motivo real por el cual yo estaba en la Casa del Norte. Quizás tampoco lo había visto con buenos ojos Xavier, el mayor de los tres sobrinos, pero me imaginaba que, cuando se supiera, aún habría más tensión.

–Discúlpeme por haberla hecho esperar, señora –se excusó, después de dar la orden de imprimir el documento–. Usted dirá.

–Me recordará, supongo, de ayer.

–¡Faltaría más! ¿Usted es aquella amiga de la baronesa de Ubach, la señora Elena Abils o Artils, no?

–Amarils, y de nombre me llamo Elionor. Ayer mismo usted consideró que ya había oído mi nombre con anterioridad. En primer lugar, he venido para corroborarle esta impresión y, a continuación, para hablarle del extraño acontecimiento que ha sucedido hoy mismo, hace pocas horas.

Me miró contrayendo las cejas en una divertida expresión de duda.

–En cuanto a la primera cuestión, debo que decir que tuve el honor, si se puede decir así, de resolver unos asesinatos que ocurrieron hace un par de años en un pueblecito pirenaico, de nombre Santa Margarida de Vallissal –noté cómo se le dilataban los músculos de la cara. Al instante comprendí que empezaba a recordar aquellos tenebrosos sucesos que tanta resonancia mediática acabaron teniendo.

–Ah sí, es verdad, ya me acuerdo. Los diarios lo sacaron en portada. Conocía y conozco al instructor, Ignacio de Valloa. Nos habían presentado en alguna ocasión, en un seminario sobre derecho penal, creo.

–He ahí las credenciales. Creo que con eso ya tiene bastante para comprobar cuáles son mis... no sé si decir habilidades, pero sí, digamos, aficiones. No se trata de jugar a buscar el malo, por supuesto, pero sí de poder ser útil, de aportar un granito de arena. Mi hija es detective, ¿sabe?

–No se lo tome a mal, señora Amarils, pero se va de un tema a otro. ¿Qué me quiere decir, en definitiva? 

–Pues que la señora Patricia Inmaculada Tadeus y de Ubach, sexta baronesa de Ubach, contrató los servicios de mi hija con el objetivo de averiguar si de verdad había alguien que la quería asesinar. Ella estaba convencida de que su marido, muerto hace unos meses a causa de un infarto, lo sufrió porque a alguien había provocado el colapso. Creía también que Elsa, la secretaria, descubrió al criminal, y que murió en sus garras al intentar hacerle chantaje.

–Sigo sin entenderla. A ver: ¿si la señora baronesa contrató a su hija, qué hace usted aquí? ¿Es que también es detective colegiada?

–¡Oh no, claro que no! Pero tanto mi hija como la señora baronesa me pidieron que participara en esta investigación. Debíamos hacerla desde dentro, ¿sabe? Como el caballo de Troya.

No me costó intuir que, con aquella última mención, me tomó por una loca rematada o, cuando menos, por una mujer paranoica. La media risita lo delataba. Si hubiera intentado explicarme sin tomar un respiro, la pretendida explicación habría resultado del todo ininteligible.

Pero alguna cosa tenía presente del curso de yoga y, con calma, conseguí ordenar las ideas y buscar los conectores adecuados. Salí adelante lo bastante bien, aunque mi oratoria se resentía –y se resiente– por una cierta falta de práctica. 

En primer lugar, mencioné las pretensiones de la aristócrata. Después, las razones por las cuales exigía discreción. Y, para acabar, el segundo objetivo de mi visita. 

–Creo, señor juez, que puedo serle también a usted de utilidad. Ahora, después de aparecer el cadáver con la amenaza y de haber desaparecido la baronesa, mi tarea adquiere una nueva dimensión, un sentido especial. Ya no nado entre la imaginación y la realidad. Estamos delante de unos hechos, y soy partidaria de hacer un frente común para aclarar todo este asunto.

El juez bajó la vista y se dispuso a recoger las hojas que acababa de imprimir. Después, suspirando, se quitó del bolsillo de la camisa una estilográfica con un pequeño cuadripétalo en la pinza. En su verde brillante se refractó un destello de sol que me deslumbró. Él, sin advertirlo siquiera, firmó aquel documento. Debo admitir que el ostentoso desinterés me molestó un poco. 

–Ya me disculpará, señora Amarils, pero yo no veo qué papel puede jugar usted en esta investigación –me lanzó–. Por supuesto, contribuirá, diciéndonos todo lo que pueda ser de interés para la resolución del caso y no obstaculizando la acción de la justicia. De todos modos, si no le importa, ya se ocupa la policía, de buscar a los delincuentes. 

–Sin embargo, estoy segura de que ni usted se fija tanto en los detalles como una servidora –le repliqué de corazón, dado que ya me sabía de memoria qué tenía que decir en situaciones como aquella.

–¿A qué viene, eso, ahora?

–Esta es, como debe haber adivinado, la ayuda que una mujer como yo le puede ofrecer. Le pondré un ejemplo: Usted no es natural de aquí, ni siquiera de la provincia de Girona.

El juez dejó de recoger documentos y me lanzó mirada inquisitiva sin levantar la cabeza, esbozando un gesto de desconfiada sorpresa que me divirtió por momentos.

–Usted es natural del área metropolitana de Barcelona, y me atrevo a concretar un poco más: procede de la misma ciudad condal.

Parpadeó un instante mientras erguía la espalda.

–Explíquese, por favor. Me gustaría saber cómo ha averiguado que soy de Barcelona.

–Pues por lo que le acabo de decir; me he fijado en los detalles. En primer lugar, su acento. Tiene un catalán muy correcto pero neutraliza todas las vocales, lo cual es propio de lugares donde esta lengua, en la que se distinguen las vocales abiertas de las cerradas, recibe más influjo del castellano. Lugares como, por ejemplo, la ciudad de Barcelona. Pero con esto, claro está, no basta para determinar mis suposiciones, y he tenido que recurrir a las llaves de su vehículo.

Una pausa momentánea consolidó la atención de mi interlocutor. Percibía el interrogante plasmándose entre sus párpados.

–Desde aquí puedo ver que son de una conocida marca, aunque el modelo, muy reciente, aún es poco conocido. Mientras venía para acá he visto un ejemplar aparcado a pocos metros de la puerta de los juzgados. Es un sedán moderno, atrevido y de un reluciente color que, además, es de mis favoritos. Siendo como es tan nuevo, deberá comprender que su brillo haga resaltar, más todavía, el pintoresco adhesivo con el emblema «Barcelona, posa’t guapa!».

El hombre, sonriente, agachó la cabeza dándose por vencido. Sin embargo, aún continué:

–El hecho de que sea un coche nuevo y que usted haya puesto el adhesivo, porque está enganchado por la parte de dentro del vehículo, también me obliga a concluir que mantiene vínculos profundos con Barcelona.

–Vivo en la Bisbal desde hace tan solo cinco meses –admitió divertido–. Pedí el traslado porque ya no aguantaba más el traqueteo de la ciudad. Es más tranquila, esta zona. Y como nada personal me ligaba a Barcelona...

–Lo suponía. Lo digo porque no veo el retrato de ninguna esposa o candidata a serlo. Ni alianza, ni símbolo de noviazgo. Y es una lástima, ¿sabe? Parece usted un mirlo blanco.

–Vaya, gracias, señora Amarils. Déjeme decirle que la admiro. Me ha dado una lección que no olvidaré en mucho tiempo. De todos modos, ya me perdonará, pero no sé si debería autorizarla...

¿Pasaron diez minutos? ¿Quince? ¿Veinte, quizás? Da igual, porqué después de que yo insistiera y asumiera múltiples compromisos y responsabilidades, él cedió y me dio vía libre para investigar. ¡Bravo por mí! Me cuesta, sí, pero al final incluso los jueces me toman en consideración.

–Gracias, señoría, pero quisiera pedirle otro un favor.

–¿Sí?

–Reciprocidad. Es decir, que de vez en cuando me informara del estado de las investigaciones…

–En caso contrario, usted andaría a tientas y no podría saber si algo inocente o insignificante resulta ser, en realidad, de una importancia vital. Estoy de acuerdo, señora Amarils. Pero sepa que decreté el secreto de sumario incluso antes de solicitar los informes de la instrucción sobre la muerte de Elsa Martí.

–Soy una tumba, señoría. En caso contrario, usted mismo me podría imponer una sanción, ¿no es así? –Por única respuesta, me hizo un gesto afirmativo–. Y aprovechando que ha sacado el tema; ¿qué conclusiones pueden extraerse, de los informes sobre la muerte de Elsa Martí?

–Muerte violenta por apuñalamiento. Autor o autores desconocidos. Caso archivado.

–¿Nada más? Quiero decir, ¿no se encontraron pistas que delataran alguna particularidad de su asesino?

El juez gesticuló una negación.

–Ni pelo, ni tejidos ni nada que pudiera identificar al criminal. El arma era un puñal más bien nuevo y de poca calidad, adquirible en cualquier cuchillería o bazar. Según parece, le robaron el bolso. Se consideró que quizás ofreció resistencia y por eso el asaltante la mató. Un vagabundo aseguró haber oído los gritos de la chica pero, al llegar al lugar de los hechos, el crimen ya se había consumado.

–Vaya, eso demuestra que fue rápido.

–Un terrible asesinato a sangre fría, pero rayando la perfección.

–¿Lo dice por la simplicidad?

–Exacto. Siempre he opinado que el asesinato perfecto sería el más simple del mundo. En este caso, el contacto letal entre el asesino y la víctima en el momento del crimen fue brevísimo.

–Lo fue, en efecto. Sin embargo, espero que usted pueda hacer prevalecer la justicia y consiga encausar al criminal.

–Eso deseo, señora Amarils. Créame que lo deseo.

Se hizo un instante de silencio. El ruido de los coches se multiplicó por momentos, y el juez se levantó para ir a cerrar la ventana. Se le veía agobiado y abatido. Antes de que él añadiera algo más, intercalé el último tema que quería plantearle.

–Bien, pues, si me permite, y antes de marcharme, me gustaría hablarle del asunto que me preocupa hoy. Me refiero a la desaparición de la baronesa. Ya debe haber recibido el informe policial del suceso, ¿verdad?

–Sí, señora Amarils, pero me gustaría oír su opinión.

–Mire, señoría, a pesar del escrito que la baronesa ha dejado a mi nombre, estoy casi segura de que, en el mejor de los casos, la han secuestrado. Y me decanto a creer, ojalá me equivoque, que posiblemente ya estará muerta.

El juez, meditabundo, se echó atrás en la butaca. Recostándose en el respaldo, dijo:

–Me imagino adonde quiere llegar. La sangre del pendiente, ¿no es así?

–Exacto, la sangre del pendiente, e incluso un pedacito de piel enganchada. Eso demuestra, permítame la observación, que no le cayó por accidente. Se la debieron arrancar o bien, si se le cayó, fue al forcejear para escapar de un agresor, de alguien que la habría atacado delante mismo de la casa.

–¿Y la nota?

–La ha escrito ella, sí, y sin que nadie la obligara a hacerlo. El trazo es firme y seguro. No le temblaba la mano, esto es evidente. Pero cuando salió de la Casa del Norte alguien la atacó. Y mientras luchaba para escaparse de las garras de su agresor, éste le debió rasgar la oreja, de tal modo que le hizo perder el pendiente, sucio de sangre y con restos de piel.

El juez se llenó los pulmones de aquel aire viciado, una mezcla indistinguible de café, de tabaco y de colonia masculina. 

–No podemos admitir, por las buenas, la teoría del asesinato.

–Sí, ya sé que falta el cadáver –repliqué– y que, en tal caso, no puede constar como muerta, pero dadas las circunstancias...

El juez denegó tajantemente con la cabeza.

–¿Pero que no lo ve, señoría? No tiene ninguna lógica, un secuestro en estas condiciones.

–¿Y usted, señora Amarils? ¿No ve que, sin cadáver, no hay crimen de sangre? Míreme y responda: ¿por qué cree que estoy aquí? Investigo la muerte de una chica que fue secretaria de los dueños de la casa donde veranea. Una chica que murió apuñalada y cuyo cadáver fue profanado. Y yo, querida señora, quiero saber por qué. Pero en lo que se refiere a la señora Tadeus, no hay cadáver, ¿lo entiende? No hay cadáver.

–Y espero que no lo haya, señoría, espero que no lo haya. Pero compréndame, no puedo evitar el hecho de pensar en la sangre del pendiente. Me decanto a creer, insisto, que ya la han asesinado.

 

VII


Opiniones y declaraciones

 

Pasaban pocos minutos de las diez y media cuando bajé de mi habitación después de cambiarme la ropa de deporte por una de más adecuada a las circunstancias. En el recibidor ya se esperaba el juez, a punto para iniciar una tanda de interrogatorios a todo el presente en la Casa del Norte.

–Señoría, he pensado mucho.

–¿Sobre qué? ¿En la desaparición de la baronesa? ¿Admite, pues, que no podemos hablar de asesinato?

Le indiqué la salita de estar, y el instructor me siguió.

–No he pensado en eso, sino el cadáver de la chica.

–¿Y bien?

–Quien amenazó a la baronesa debe ser alguien que la odie mucho. Parto de la base que el autor de la amenaza es quien, y permítame que se lo diga otra vez, la habría asesinado. 

–Pero cómo debo decirle que...

–Déjeme continuar, por favor. No quiero hablar de la desaparición, ahora, sino de odio, señoría, de odio hacia la baronesa. Cierto que está el argumento económico, pero por si solo es insuficiente, porque con aquel cadáver el autor de la amenaza pretendía infundirle pánico. Era una tortura psicológica y, por lo tanto, el móvil económico no encaja. Alguien que quiere asesinar por dinero no se entretiene con un montaje tan barroco y ostentoso. ¿Me sigue, hasta aquí?

El juez respondió con un gesto afirmativo.

–Bien, pues ahora veamos una segunda opción. Una opción que reforzaría el móvil económico en lugar de debilitarlo. Porque podemos atribuir, al menos en teoría, una finalidad pragmática al tormento psicológico de la amenaza, la rosa y el cadáver. Quizás pretendía atemorizar a la baronesa para hacerla huir, o sea: para que saliera sola de la casa y la pudiera aprehender fuera del recinto. 

–Eso nos conduce a concluir… ¿qué, señora Amarils?

–Nos conduce a concluir que no basta el móvil económico a no ser que nos encontremos ante esta segunda opción.

–Pero vamos a ver, señora: ¿en qué se basa usted para afirmar que este hipotético asesino estaba convencido de que la baronesa no resistiría más la tensión psicológica y huiría durante la noche?

–Bueno, no tengo ninguna prueba concluyente. O quizás sí que, de un modo más bien indirecto, lo podemos... en fin, tomar en consideración.

–Usted dirá.

–El escrito que me ha dejado a la baronesa. A ver, leámoslo de nuevo.

Abrí el cuadernito que tenía en las manos y busqué la transcripción del escrito. 

–Lo que hay que retener –consideré, reflexionando en voz alta– son dos cosas: a) «Si al final he decidido irme no es porque sospeche que alguien me quiere matar, sino porque ahora sé quién lo quiere hacer»; y b) «Tenía razón mi madre; el dinero sólo trae la desgracia. No quiero vivir un escándalo de esta magnitud». Analicémoslas en detalle.

»Sabe quién la quiere matar. Bien, sobre este punto, y sin ponerlo todavía en conexión con el resto del texto, no se puede deducir gran cosa aparte de que conoce al asesino. No obstante, llegamos al segundo párrafo. ¿Qué dice? Afirma que el dinero es portador de la desgracia, una observación que constituye un elemento más para creer que el móvil económico, directa o indirectamente, interviene en este caso. Y esto conecta con el escrito amenazante. 

»Sin embargo, y más interesante todavía, habla de un escándalo de gran magnitud. Un escándalo que ella, perteneciente a la alta sociedad, no se ve con ánimos de resistir.

–¿De que puede tratarse? Parece bastante aparatoso, ¿no?

–O quizás no tanto. Recuerde que la baronesa está obsesionada con la discreción en todo aquello que haga referencia a la esfera familiar. Sólo hay que ver que bien poca gente conocía la existencia de Elena. Ahora relacionamos todo eso con el primer punto que he analizado. La baronesa afirma, sin paliativos, que sabe quien la quiere matar, y que será un escándalo de gran magnitud. ¿Qué quiere decir, en realidad, con eso de gran magnitud? ¿Solo que está implicado alguien de la familia? ¿O bien se refiere a alguien en concreto?

–¿Alguien que disfruta de una buena reputación, por ejemplo? Descartaríamos los que, a priori, no la tienen.

–Sí pero no. No me consta, pero en todo caso debería comprobarlo, que ninguno de los cinco familiares de Patricia tenga una mala consideración notoria. Quizás se refería a alguien con quien la unieran especiales vínculos de amistad. Alguien en quien ella confiaba de una forma especial, alguien de quien ahora se sintiera defraudada o traicionada.

–Lo acepto, pero ¿quién?

Por supuesto, había un nombre que latía en estas reflexiones, pero no me atreví a mencionarlo. No por ningún deseo de ocultar información a la justicia, Dios me libre, sino para evitar que el juez tuviera prejuicios hacia Elvira que es, claro está, la persona en quien pensaba..

–Aquí es donde usted entra en escena, usted y sus preguntas –puntualicé, antes de cambiar de tema y preguntar:– Por cierto, ¿me permitirá leer los informes, después?

El juez meditó unos instantes con la vista perdida entre las vigas de madera del techo.

–No veo ningún inconveniente, dado el particular vínculo que la unía con la señora Tadeus y la tarea que está llevando a cabo. La interrogaré a usted en último lugar , y, a continuación, le mostraré los informes. Si considero que alguna declaración es especialmente sensible o confidencial, usted no podrá acceder a esta información. Y le recuerdo una vez más que he decretado el secreto de sumario. Si obstaculiza o dificulta las investigaciones, tendrá que atenerse a las consecuencias de su falta o negligencia.

–Soy consciente de mis obligaciones y sabré ser responsable de mis actos, señoría. 

***

Los informes me ayudaron a conocer un poco más a Patricia Tadeus y a los cinco miembros de su familia.

La primera interrogada fue la mayestática y estoica señora Fontanals. Declaró que, durante la noche del domingo al lunes, la despertó el ruido de algún vehículo motorizado. Tenía un sueño ligero, arguyó. Dijo que no le había dado demasiada importancia, aunque el ruido se había percibido hacia las dos de la noche. Podía tratarse de su sobrino, Roger. Siempre trasteaba en el taller, incluso a altas horas de la noche. O, claro está, también podía tratarse de alguna parejita de enamorados.

En cualquier caso, manifestaba que no podía intuir el grado de proximidad del sonido. Dormía siempre con la ventana cerrada y, por lo tanto, no podía ser más precisa. Todavía refiriéndose al coche, declaró que no lo oyó llegar sino, simplemente, irse. En otras palabras: el motor se puso en marcha súbitamente para desaparecer en el silencio de la noche. A pesar de la imprecisión general de toda su declaración, se atrevió a remarcar que el ruido no le resultó nada familiar. 

Eva Castillo fue la segunda. A diferencia de su tía, no percibió ruidos de ningún tipo durante la noche. Después de cenar, se encerró en su habitación, estuvo conversando media hora por el móvil y se durmió poco más tarde. 

Roger Castillo tenía una manera mucho más simple de ver las cosas. No oyó ningún sonido anormal o desconcertante durante la noche. Se fue a dormir hacia las doce y media, justo al acabar la película que estaba viendo, y ni se acercó al taller en toda la noche. 

Roger, a diferencia de los demás, también había expuesto una teoría bastante interesante relativa a todos aquellos acontecimientos. Quizás la muerte del tío, dijo, fue casual. De hecho, tal como también sostenía su hermana, aquella muerte resultaba hasta cierto punto previsible teniendo en cuenta el delicado estado de salud del barón. Podía no haber ninguna conexión entre aquella muerte y la de la hermana del barón o la de su secretaria, Elsa Martí. Barcelona, como cualquier gran ciudad, puede ser muy insegura durante la noche, y más en según qué callejones. Y todo eso del cadáver y de la amenaza pudiera no ser otra cosa que la revancha de alguien ajeno a la familia. Una revancha incubada a lo largo de mucho tiempo y que ahora, por fin, se habría podido materializar. Y quizás no se trataba de ningún asesino, sino de algún demente que pretendía aterrar a su tía. Un objetivo que, considerando la huida –en principio, voluntaria– de la pobre mujer, habría conseguido hacer realidad.

Era una buena teoría, sí, pero tenía algunas pérdidas importantes. La primera era el escrito de la amenaza que, al mencionar la hermana del barón, revelaba que procedía del entorno más íntimo del matrimonio Matsoukis Ubach. El segundo cabo suelto era el pendiente ensangrentado. Éste indicaba que, si bien la baronesa había salido de la casa por su propia decisión, probablemente no había desaparecido de forma tan voluntaria.

La siguiente a declarar fue Elvira. Comentó que quizás sí que su subconsciente había detectado el ruido de algún motor durante la noche, pero no lo recordaba con claridad. 

Xavier también comentó haber oído alejarse un coche –no llegar, igual que Victoria–. Ya había cerrado la luz de la habitación y se había medio adormecido, pero estaba muy seguro de lo que afirmaba.

Las muchachas no dormían en la Casa del Norte. Permanecían hasta las cinco de la tarde y, por lo tanto, nada podían referir sobre el coche que algunos huéspedes de la baronesa habían oído. 

Ángela Estrada se mostraba tan secundaria y reservada al natural como a través de una simple y concisa declaración casi monosilábica. Como en el caso de las dos muchachas, ella tampoco dormía en la Casa del Norte y únicamente cumplía allí sus ocho horas de jornada laboral. 

Y cerraba la lista mi declaración. No tan insulsa como la de Ángela Estrada, pero poco más podía decir. Si me hubiera desvelado el sonido de un motor, probablemente me habría levantado. . En cuanto a las teorías sobre la autoría de los crímenes, Santasusana ni siquiera me interrogó. Ya se las había expuesto, y de forma más que suficiente, durante los encuentros que precedieron aquel esquemático y monótono interrogatorio. Esquemático, monótono, protocolario y más bien flojo de contenidos. Como habréis notado, dos o tres preguntas lo regían y el resto, una multitud de irrelevantes cuestiones, quedaban  supeditadas a los asuntos biográficos o personales –como la profesión o los estudios–, a la relación con la baronesa o a la situación financiera, por ejemplo. Me faltaba más información, y debería espabilarme por  mi cuenta para obtenerla. 

Después, con todos los datos que hubiera recabado, cabría tejer un manto de reflexiones. La razón suele ser más profunda que la mera lógica. Cierto es que se puede razonar con lógica, pero aquello de «la consecuencia Y corresponde al hecho X» fracasaba a menudo. En este caso, además, la simple lógica no bastaría porqué, al fin y al cabo, ¿dónde estaba el pragmatismo y la coherencia de los hechos ocurridos?

  

 

Segunda parte

 

Personajes

 

VIII


Un cajón entreabierto

 

La comida de aquel miércoles no destacó ni en la categoría de amena ni en la gastronómica. Mi posición en la Casa del Norte había adquirido unas dimensiones que incomodaban al resto y, hasta cierto punto, me violentaban a mí. Pero un compromiso es un compromiso, y tanto si se trata de estudiar ruinas incas como de investigar sospechosos de asesinato, mi deber no era otro que cumplir con todo lo pactado. Se lo debía a la baronesa y, además, quería demostrarle a mi hija que podía confiar en mí.

La había telefoneado diez minutos antes de comer. Estuvimos hablando de todo el asunto, de cómo había conseguido convencer al juez y a los familiares de Patricia para seguir permaneciendo en la Casa del Norte. 

Si bien ningún miembro de la familia –ni todos ellos a la vez– tenía bastante autoridad para echarme, opté por evitar fricciones desde el principio. Con Elvira y con los hermanos Castillo ya mantenía una incipiente relación basada en la confianza mutua. En cuanto a Victoria, quizás por respecto a la voluntad de Patricia o por considerar acertada esta línea de investigación, no puso ningún reparo a mi presencia. Y con respecto a Xavier, valía la máxima de «quien calla, otorga».

Justo después de comer, él mismo nos comunicó que iría a dar una vuelta en coche. Se comprometió a pasar por la oficina municipal de los Mossos d'Esquadra con el fin de conocer como avanzaban las investigaciones. Victoria, a pesar de su abstracción, alabó este gesto.

–Yo quizás iré a dibujar un rato –anunció Elvira–. Haré sólo el croquis y mañana por la mañana me dedicaré a inmortalizar uno de estos magníficos amaneceres.

–Merecen pasar la posteridad –añadí.

–Tampoco podré hacer gran cosa, yo. Con eso de Patricia, quiero decir. Lo más sensato es dejar la investigación en manos de la policía. Si descubren algo, ya nos lo harán saber.

Victoria no parecía estar muy de acuerdo, pero también dijo que saldría a tomar el aire y a leer un rato. 

–Te ayudaré a llevar los utensilios –me ofrecí a Elvira.

Eva y Roger, que también vendrían con nosotros, ya iban lo bastante cargados con la bolsa de las toallas, las cremas, algunas botellas de refrescos, los aparatos electrónicos, los móviles y un par de parasoles.

Quien permanecería en la casa aparte de las dos asistentas sería Ángela, que debía gestionar un montón llamadas de personas que preguntaban por la baronesa.

Yo me dispuse a cargar una bolsa de pinturas, de trapos y de pinceles, así como la tela que Elvira quería pintar. Ella trasladaría el caballete. 

Y mientras la esperaba en el recibidor –bajar el caballete desde el segundo piso requiere un poco más de habilidad que bajar una bolsa de pinturas– descubrí algo sutil que desentonaba con el orden y la pulcritud imperante en aquel vestíbulo. Un cajón de los del mueble principal estaba entreabierto. Lo estaba muy poco, tan solo medio centímetro. Un llavero sobresalía por uno de los extremos del cajón, e impedía que pudiera cerrarse del todo. Se trataba del tercer cajón empezando por abajo. 

Como una revelación, me vino a la memoria el comentario de la Mercè sobre aquel cajón del mueble del recibidor. Era el lugar donde los barones guardaban una copia de las llaves de buena parte de sus fincas y apartamentos. 

Sin dudarlo ni un momento, me apresuré a buscar a Mercè por toda la casa. Al encontrarla, le pedí que me acompañara al recibidor, donde ya me aguardaba Elvira bastante intrigada.

–Fíjate en este cajón.

–Ya lo veo, está mal cerrado –respondió a desgana, mientras se acababa de secar las manos en el delantal. 

–¿Pero quién lo puede haber abierto?

–Por delante de este mueble pasan todas las personas que entran y salen de esta casa, señora Amarils, incluso usted.

–Pero este cajón es el de las llaves , ¿verdad?

–Lo es, en efecto. Está bien informada, usted. 

–Es que lo recuerdo de cuándo se lo explicó al juez anteayer. Dijo entonces que no faltaba ninguna llave.

Me punzó con una mirada intrigante. Después, refunfuñó:

–¿Y bien?

–Usted cerró el cajón, ¿cierto?

–Sí señora, como siempre.

–Por lo tanto, podemos deducir que alguien lo ha vuelto a abrir y que, quizás porqué iba con prisas, no lo cerró bien.

–Es posible. 

–¿Le importaría, por favor, comprobar otra vez el contenido?

La chica suspiró. Sustrajo el cajón de las guías y lo descargó encima de la mesilla del recibidor. Había unos cuantos manojos de llaves, todos etiquetados y numerados. La revisión fue breve.

–No falta ninguna, estoy segura.

–Quizás alguna pequeña –intervino Elvira.

–Están todas, señora Gracia. Pueden preguntárselo a Rosa, si lo desean.

–Por supuesto que no hace falta, Mercè –añadí con un tono pacificador–. Nunca se me ocurriría dudar de su palabra.

–Gracias, señora. ¿Puedo retirarme, ya? 

–Sí, claro, y no se preocupe: ya lo volveremos a poner nosotras, el cajón.

Y mientras lo colocaba de nuevo, reflexioné sobre lo extraño que resultaba aquel suceso. Si el cajón estaba entreabierto, la única explicación plausible era que alguien había removido el contenido. Y sin embargo, no faltaba nada. 

***

Mientras Roger se zambullía en el agua como un adolescente y Eva tomaba el sol en la arena de la tranquila cala próxima a la Casa del Norte, Elvira empezaba a tomar medidas y a esbozar algunas rayas sobre el lienzo. Me di cuenta de que tenía práctica y un cierto talento. 

–¿Has probado otras artes plásticas o te has quedado con la pintura?

–Me bastan los pinceles. ¿Sabes? Los paisajes me gustan, pero cuando has hecho un par te acaban pareciendo monótonos. Cansan. Personalmente, prefiero los retratos.

–¿Individuales o colectivos?

–De todo tipo. Es un desafío plasmar caracteres, emociones y sentimientos en fisonomías que, por sí solas, vaciarían de creatividad y sentido artístico el retrato pictórico. En este sentido, considero a Goya el mayor de todos los genios.

–Sí señora: en una palabra, brillante. La Familia de Carlos IV es una obra maestra, sin concesiones gratuitas a los personajes. La reina exultante, con el cuello tan alto, la sonrisa despótica y la mirada triunfante. El rey, más bien inseguro, de mirada vacía, secundario en primer término. El ademán robusto y beligerante del futuro Fernando VII, con aquella mirada agresiva y hosca que tanto definía su personalidad autoritaria…

–Vaya, me sorprendes, Elionor. ¿Eres detective o historiadora?

–Lo confieso: soy catedrática de Historia del Arte. Quien ejerce de abogada y detective profesional es mi hija, Gala.

–¡Anda, mujer! Eres una caja de sorpresas ¿Y qué haces, aquí?

–Estaba disfrutando tranquilamente de un bonito año sabático –ironicé–. En realidad me aburría, y Gala me propuso que la ayudara a resolver algunas dudas o suspicacias de la baronesa. ¡Y heme aquí, de improvisada investigadora! Ahora bien, que conste: mi más profunda vocación es el estudio del arte.

–Polifacética, por lo que veo. ¿Y cómo lo llevas, el caso de la desaparición? Ya sé que no debería preguntarlo teniendo en cuenta que debo estar fichada y sin cláusula de rescisión, pero mira, tengo curiosidad.

–La investigación es una tarea de la policía. Yo no puedo hacer gran cosa. El objetivo de mi trabajo era, como puedes imaginar, investigaros a vosotros.

–Debo confesar que es muy emocionante. La vida, a veces, pasa tan lenta que ni parece que pase. ¿Y qué, Elionor? ¿Soy sospechosa, yo?

–Lo sois todos por igual, de momento. Pero tengo dudas, y algunas están relacionadas con la comida familiar que celebrasteis horas antes de morir el barón.

–¿Sabes? La recuerdo bastante bien. No me acordaría si hubiera sido un día cualquiera, pero sin duda no lo fue. Se trató de la última vez vi a mi primo político, y eso no se olvida fácilmente. 

Dedicó unos momentos de exclusiva atención a la tela y después, sin apartar la vista del lienzo, continuó.

–Celebrábamos el aniversario de boda de los barones. El vigesimosegundo aniversario, para ser exactos. Toda la fiesta transcurrió en el Palacete de Ubach, una mansión modernista que te gustaría visitar, si no lo has visto ya. Se encuentra en las afueras de la Garriga, en pleno Vallès Oriental.

–¿Y todo aquello del solar de Ubach?

Elvira sonrió.

–No esperes gran cosa. Dicho así, parece una gran hacienda, y son poco más de cincuenta hectáreas de bosque y siete u ocho campos a cargo de un jornalero ya muy mayor. Pero hay una casa fortificada de la época de los carlistas y la ermita de Santa Clara, debajo de la cual hay una amplia cripta que es el lugar donde, desde hace varias generaciones, se da sepultura a los barones de Ubach. Está al norte del Berguedà, justo donde empiezan los Pirineos. Pero tal como te decía, la fiesta tuvo lugar en el Palacete de Ubach. 

»A las once de la mañana celebramos una misa poco concurrida a la cual sólo asistieron Victoria, Xavier y una servidora, además de algunos vecinos y amigos de la pareja. A la comida también vinieron aquel par de allí –puntualizó, señalando los hermanos Castillo– y, prescindiendo del protocolo, también se sentaron en la misma mesa las dos asistentas, Rosa y Mercè, así como Elsa, que parecía muy cansada. Creo que aquellos días estaba muy ajetreada por no sé qué inventario que estaba haciendo. La comida, hay que decirlo, fue bastante más agradable que las que hemos compartido aquí desde el pasado domingo. 

–Es fácil que lo fuera.

–Supongo que sí. Aunque el barón parecía... qué te diré yo, fatigado. No hacía mucho tiempo que le habían dado el alta después del segundo infarto, y el hecho de haber tenido dos quizás le había afectado más de lo que nos imaginábamos.

–Es posible, pero ¿por qué lo dices, que estaba fatigado?

–Mirada perdida, cabeza gacha, sonrisa febril... En fin, como si supiera que era su último día de vida. ¡Uy, vaya estupidez he dicho! No he me hagas caso, a veces se me cruzan los cables.

–Bueno, no te preocupes, a mí también me pasa. Quiero preguntarte algo muy delicado sobre tu primo. Estaba delicado del corazón, sí, ¿pero tanto como para morir de un susto repentino, de una visión aterradora o espeluznante, y discúlpame el histrionismo??

Elvira arqueó las comisuras de los labios. Giró el rostro para clavar la vista sobre el lienzo y, de repente, estalló a carcajear. 

–Perdóname, Elionor –se excusó después jadeando, roja como un pimiento–. Es que lo encuentro divertido, ¿sabes? Me has hecho pensar... ¡Ay!, déjame respirar... uf... decía que me has hecho pensar... ¿sabes? No sería la primera vez que habría pasado eso. 

–¿Ah no? ¿Qué quieres decir?

–Recuerdo –añadió suspirando– que, después de la muerte de Giannis, a Patricia se le metió en la cabeza que alguien lo había matado así, con un susto violento. Nadie le hizo caso, ¿y quieres saber por qué? Todos creíamos que estaba... bien, un poco confundida, ya me entiendes. Y suponíamos que había relacionado aquella muerte con la de su suegro.

–Eso es muy interesante. Continúa.

–Poca cosa se puede decir. Los problemas cardiovasculares que sufría el barón era una vieja herencia familiar. Elena murió por lo mismo, y su padre igual. Era un potentado griego y un banquero de renombre cuando falleció. Padecía del corazón y, cosas del destino, una súbita y fuerte impresión acabó con él.

–¡Demonios! Espero que, por lo menos, fuera casual.

–Más bien accidental. Elena... bueno, tú ya sabes que no estaba muy bien de la cabeza, pobre chica. Los barones la querían,, pero quizás se avergonzaban un poco de ella. La prueba de ello es que nadie sabía nada de su existencia, salvo los que pertenecíamos al núcleo familiar. Debe ser por eso que, según la policía, el autor de la amenaza es alguien de nosotros, ¿no? Lo digo porque no sé quién, Rosa o Mercè, supongo, me comentó que en el escrito se mencionaba el nombre de Elena.

–Así es.

–La verdad es que... bueno, quizás sí que acabaré creyendo que alguien de nosotros está implicado. Es que, de otro modo, no me lo explico. 

–Bueno, todo eso está por ver. ¿Qué querías decirme, sobre Elena?

–Ah sí. Pues que, sin ninguna mala fe, le dio un buen susto a su padre. Se disfrazó de guerrera vikinga, o de india, o de yo qué sé qué y, cuando el hombre estaba dormido en una butaca, lo despertó con un grito fuertísimo y con una mesilla de madera maciza en las manos. Y se quedó estática delante suyo, gritando como una posesa y con el mueble en las manos. Ya te puedes imaginar la escena cómo acabó... Tengo entendido que fue fulminante, al menos así me lo explicó Patricia. El hombre empezó a jadear y ya no pudieron hacer nada para reanimarlo.

–Quizás este hecho la influenció –murmuré–. ¿Sabes una cosa? Tanto palique como tenía Patricia y de esta historia no me había dicho nada.

–Aquel pino me costará mucho, pintarlo. No te debió explicar nada, supongo, porque había Elena de por medio. Y ahora, confiésalo: ¿de verdad que te había contado algo, de ella? De Elena, quiero decir.

Eché la cabeza atrás mientras me pasaba la mano por el pelo.

–No, lo cierto es que no sabía nada. Al principio, dije que me había hablado de ella porque pensé que así me ganaría la simpatía de algunas personas próximas a Patricia. Me parece, sin embargo, que aquella afirmación produjo el efecto contrario.

–Cómo era de prever, si quieres que te sea sincera. 

–Sí, supongo que sí. Por cierto, hablando de Elena; ¿cuándo murió, ella?

–Era un lunes por la mañana. No sé si era el dieciséis o el diecisiete de diciembre. El dieciséis, creo, porque el barón murió el jueves día doce, el viernes trece, el catorce, el quince y el lunes era dieciséis. Me acuerdo porque fue una semana negra. El jueves el barón, el sábado Elsa y el lunes Elena. ¡Ni que fuera una maldición!

–¿Y cuántos erais, al funeral de Elena?

–Diría que todos; por lo menos, los que sabíamos que existía y la conocíamos, claro. Salvo alguna de las muchachas; Mercè, creo, que se quedó en el Palacete para preparar la comida. Aunque fuera frugal, alguien tenía que prepararla. Y tampoco había... a ver, déjame pensar... alguno de los tres sobrinos. Eva, supongo. Tenía exámenes y no podía venir.

–¿Pero se le comunicó la defunción?

–Sí, estoy segura. Lo hice yo misma por teléfono.

–Y el entierro de Elsa, ¿cuándo tuvo lugar?

–¡Uf! No tengo ni idea. Tampoco asistí, la verdad. Era la secretaria de mi primo, no una amiga o familiar.

–Ya... pero me gustaría saber...

–¿Qué?

–Nada, olvídalo. Seguro que no tiene importancia.

  

IX


El segundo y el tercer personaje: Eva y Roger Castillo

 

Por fortuna, no sólo veníamos dispuestas a trabajar. Con una tarde tan azul y el agua «perfecta» –claro está que quien lo dijo, Roger, hacía rato que se estaba bañando–, debíamos aprovechar el momento. Hacía tanto tiempo que no me ponía el traje de baño que casi ni me entraba. Y tampoco he engordado tanto, creo. 

Al salir del agua, fui directa al parasol donde teníamos las toallas.

–¿Qué lees?

Eva se echó atrás los auriculares y me miró con una sonrisa de disculpa.

–Te preguntaba que qué leías.

Me enseñó la portada del libro.

–Acúsame de superficial, Elionor, pero estoy enganchada a la colección de novelas románticas y de aventuras de la pobre tía Patricia.

–Ya veo; la alta sociedad también se deja seducir por las historias de quiosco.

–Según tía Patricia, la rutina de la alta sociedad no es tan interesante como la pintan. En cualquier caso, bien hay que procurarse alguna distracción,, ¿no crees? 

–Mujer, hablar de distracción precisamente estos días...  

–Bueno, tampoco son habituales esas cosas; muertes y desapariciones, quiero decir. 

–Por suerte –intercalé.

–Tú lo has dicho, por suerte. ¿Sabes? Tengo curiosidad. Me gustaría saber qué ha descubierto, ya, la policía.

–Me imagino que no gran cosa, y a mí no me lo preguntes porque lo desconozco, la verdad. Además, su señoría el juez me dejó bien claro que está vigente el secreto de sumario. 

–¿Y tú? ¿Qué has descubierto?

–Un pendiente manchado de sangre que ya tiene la policía.

–Eso ya lo sé –protestó, arrastrando la última «é»–. Quiero decir de las investigaciones que haces de todos nosotros.

Curvé los labios esbozando una sonrisa formal.

–Con sinceridad, creo que el móvil económico subyace, pero no es el único. Y te advierto de una cosa: acostumbro a tener muy buena intuición en este tipo de predicciones.

–¿Te lo dice la intuición o el escrito de la amenaza? –Me preguntó con picardía.

–Una cosa es lo que nos dice al asesino y otra lo que, en verdad, lo impulsa a hacer lo que hace.

–¿Quieres decir que es mentira, eso del dinero?

–No, no, si te estoy diciendo lo contrario, Eva. El móvil económico está presente, pero debe haber otro más que desconozco. Esta es la primera posibilidad.

–¿Puedo preguntarte por qué piensas eso?

–Si solo fueran motivos económicos stricto sensu, no tendría sentido la tortura psicológica con un cadáver en descomposición y la amenaza del asesino. 

–¿No sabes cuál puede ser el otro móvil que, según tú, habría empujado al asesino?

–Te aseguro que me gustaría saberlo. Porque noto que falla algo. Quiero decir que alguna pieza no funciona, carece de sentido o está fuera de contexto.

–¿De toda la historia o de la amenaza?

–De eso último, de la amenaza.

–¿Quizás la rosa?

–Podría ser. Cualquier posible explicación pasa por la mente retorcida de un asesino muy peculiar. ¿Por qué puso una rosa después de desenterrar el cadáver y dejarlo aquí? ¿Sólo porque a la chica le gustaban mucho? ¿Y si era así, como lo sabía, que le gustaban mucho? 

–Pero si debajo de la flor había el sobre...

–¡Exacto! Esta es la mejor conclusión: quizás la rosa no iba con el cadáver, sino con el sobre. ¿Y a quién iba dirigido, el sobre? Pues a tu tía.

–¿Pero con qué finalidad?

–Un detalle sarcástico. O cínico, más bien –«característico de una cierta demencia», pensé. Quizás toma fuerza la idea de alguien que disfruta martirizando a su víctima. Aunque queda la segunda opción.

–¿Sabes? Creo que tienes razón. El móvil económico no puede ser el único. Es fácil que el dinero tenga que ver con este caso, hay mucha pasta de por medio, pero no sé: la rosa, la amenaza... Hay demasiados elementos que se nos escapan. Y si eso de la rosa fuera, como dices, un detalle cínico, quizás sea una especie de asesino en serie.

–Que es alguien que conoce muy bien esta familia.

–¿Lo dices por la mención de Elena? Yo... vaya, es una tontería, eso del asesino en serie. No lo debía haber dicho.

–Estoy de acuerdo.

–Y no consigo recordar, quiero decir que no creo que nunca haya visto ningún miembro de la familia con cara de haber asesinado a alguien.

–¡Vaya, qué sorpresa! Y según tú, ¿qué cara ponen los asesinos?

–Sí, sí, ya sé que fingen y que parecen santurrones, pero algo han de tener, y yo no he visto que... ah, sin embargo –y calló. Miraba a Elvira y a su hermano, que caminaban por la playa, y después a Victoria, que permanecía sentada a la sombra de unos pinos que volteaban un rellano de la escalinata que partía de la Casa del Norte y desembocaba cerca del mar.

¿Qué había pretendido, decir con aquel «ah, sin embargo»? ¿Era una nueva referencia a Elvira, quizás? Ella misma me impidió preguntarlo: acababa de llegar hasta donde estábamos nosotras.

–Tu hermano es la monda, Eva. Si trata a todas las chicas igual, se pasará la vida seduciéndolas pero sin lograr que ninguna aguante a su lado más de un par de días.

–Bueno, supongo que, al fin y al cabo, ya es lo que quiere, ¿no?

–Sí, seguro que sí. ¿Y qué, has superado el tercer grado? –Soltó guiñándome un ojo.

–¡Qué va! Si hemos estado discutiendo posibilidades y razonando en voz alta. La verdad es que me produce escalofríos, esta situación. La posibilidad de que uno de nosotros pueda ser... Huy, mejor no pensar en ello porque me iría de aquí volando. 

–Tendrías que pedirle permiso al juez –la advertí.

–Tener que depender de la policía es una gilipollez. No te dejan hacer nada –vociferó Roger, acercándose a paso enérgico.

–Tienes toda la razón –admití.

–Oh, bueno, pero usted, señora Amarils, puede irse cuando le dé la gana, ¿no? –Me preguntó impetuoso.

–Mira, tengo un trabajo a medio hacer y la sana costumbre de acabarlos todos. Hasta que la baronesa no aparezca y me ordene lo contrario, yo tengo que averiguar el porqué de sus sospechas. En la carta me pedía que dejara el asunto –añadí, presintiendo lo que pensaba más de uno–, pero la pérdida del pendiente fue posterior. Y ella me había confiado antes que alguien la quería matar. Por eso me contrató, si bien me hizo prometerle estricta confidencialidad.

Por un momento, me convertí en el punto de confluencia de todas las miradas. El interés –¿o era la alarma?– se disparó una vez más.

–¿No mencionó ningún nombre? –Se inquietó Roger.

–No, nunca lo hizo. Quién sabe, quizás de todos sospechaba por igual.

–Nos tenía ojeriza –interpretó el chico.

–Sí, pero ¿por qué? –Retomó su hermana.

–Tata, era una vieja paranoica cargada de manías. ¡Adivínalo tú, el porqué! 

–Mirándolo bien, no le hacía falta un motivo muy sólido para sospechar de nosotros –añadió Elvira–. Cualquier migaja la convertía en un asunto de estado. 

–Ella remarcaba el móvil económico –repuse–, pero con Eva estábamos comentando que el dinero no puede haber sido el único móvil de este caso. Al menos, en lo que se refiere a la baronesa.

–¿Y eso? –Quiso saber Roger.

–Lo digo por la amenaza, el cadáver, la rosa y todo el conjunto. Si únicamente concurrieran motivos económicos, el asesino sería mucho más pragmático. Evitaría tanta ostentación. Digo «en lo que se refiere a la baronesa» porque no creo que ni el barón ni la secretaria sufrieran mucho. Fueron muertes rápidas: no creo que el asesino los hubiera atormentado antes de matarlos.

–Eso siempre y cuando lo mataran, al tío –puntualizó Roger.

–Hay que partir de esta base. Pero podría ser, y no veo ningún inconveniente en comentarlo, que este tipo de tortura, si me permitís la expresión, tuviera una finalidad algo más pragmática.

–¿Cuál? –Se interesó Elvira.

–Hacer salir la liebre de su escondrijo. Me explico. Es una teoría que ya he expuesto al juez. Quizás el responsable del montaje pretendía aterrar a la baronesa con el fin de ponerla entre la espada y la pared. Convencida de que algún familiar la quería asesinar, huiría la noche después de encontrarse el cadáver y la amenaza. Y en la huida... bueno, la habría interceptado.

–¿Y cómo podía saber que huiría aquella misma noche?

–Esto, Eva, es lo que me causa más dudas. Supongo que el asesino es un gran conocedor de la naturaleza humana. En tal caso, debió de pensar que se acentuaría el instinto de supervivencia, la angustia y el miedo de su presa.

–Parece plausible –consideró Elvira.

«Y más teniendo en cuenta –pensé entonces– que dos de las personas interrogadas, Victoria y Xavier, habían declarado que oyeron arrancar el motor de un vehículo. Fuera quien fuera, esperaba la baronesa en los alrededores de la casa procurando no ser visto».

Los rayos caen con el ímpetu de la imprevisibilidad y con la fuerza de una explosión. Como un rayo, pues, me iluminó la esencia de una nueva idea. «Quizás quien cometió el crimen no se podía permitir que acabara saliendo a la luz porque, por ejemplo, se arriesgaba a perder determinados beneficios o privilegios. Es decir, tendría que deshacerse del eventual cadáver para que nunca pudiera certificarse la muerte de la sexta baronesa de Ubach, con el fin de conservar las rentas que percibía de ella mientras la ley la considerara viva».

¿Y quién vivía, de tales ingresos? Pues los tres sobrinos, por descontado, y quizás también la señora Fontanals, teniendo en cuenta la admiración que profesaba hacia la desaparecida anfitriona.

–¿No lo ves así, Elionor? –Me pregunto Elvira.

Al levantar la mirada, me reincorporé al mundo real. 

–Lo siento, estabas absorta, ¿verdad? 

–No pasa nada. ¿Qué decíais, ahora?

–Le estaba rebatiendo a Roger su teoría basada en un cúmulo de casualidades.

–¡Cosas más raras pasan! –Replicó el aludido.

–Sí, pero que la muerte del barón fuera fortuita –insistió Elvira–, que el asesinato de la pobre Elsa no tuviera nada a ver con eso, que Elena falleciera poco después por azar y que Patricia haya huido por culpa de sus manías, según dices, resulta demasiado… inverosímil. ¡Que no funciona, vaya! Hay alguna mano negra de por medio. Fíjate si Patricia estaba convencida del peligro que corría que contrató una detective.

–Porque ya no carburaba.

–¿El pendiente ensangrentado es una obstinación, Roger? Y todo eso de la amenaza, del cadáver...

–Alguien que la quiere acojonar…

–¿Pero y el pendiente?

–¿Seguro que le pertenece?

–Segurísimo –testificó Elvira–, se los regalé yo.

–La sangre, quiero decir.

–Todavía no lo han confirmado, pero creo que sí –intercalé.

–¿Y si todo fuera un montaje?

–¡Ay, tete! Si sólo falta Hannibal Lecter, con este panorama.

–No puede ser, Roger –le repliqué, con un poco más de rigor que su hermana–. A estas alturas, tanto la policía como yo misma hemos descartado esta posibilidad. Demasiadas casualidades. Dos muertes en condiciones anormales, la del barón y la de su hermana, un asesinato evidente, el de Elsa Martí, y una desaparición en extrañas circunstancias que, hasta cierto punto, hace temer lo peor.

El chico frunció las cejas, pensativo. Miró la arena meditando y después, con un resoplido, concedió:

–¡Mierda! Qué le vamos a hacer. A cagar mi teoría.

–Mira, hasta cierto punto sería factible, pero es demasiado rebuscada –añadí.

–¿Sabes una cosa, Elionor? Desde que hemos hablado del tema, no me puedo quitar de la cabeza la cara de mi primo durante la fiesta del aniversario de boda.

–¡Daba pena de ver, pobre hombre! –Intervino Roger–. Suerte que no vio las fotos: habría vomitado encima. Si ya por norma no le gustaban, con aquellas le habría dado un ataque... ¡Ups! No debería haberlo dicho.

–Vaya, o sea que hay fotos de aquel día. Me gustaría verlas.

–Uy, dudo que Patricia las guarde aquí –me respondió Elvira. Yo tengo una en la cual salimos todos. Me la envió Patricia por correo. A la carta me pedía que hiciera un retrato de proporciones generosas para colgarlo en una salita del Palacete. He estado trabajando mucho tiempo en él, pero se me hace eterno. Me lo traje aquí con el objetivo de acabarlo y entregarlo a Patricia. Recuérdamelo cuando lleguemos arriba y te lo enseñaré. 

***

Eva y Elvira tomaron ventaja, mientras que Roger y una servidora nos quedamos veinte o treinta metros atrás. Evidentemente, no podía desperdiciar una oportunidad como aquella.

–¿Sabes? Hay una cosa que me inquieta. 

–Decidme, gentil señora.

–Menos comedia, don Quijote. Y trátame de tu, que tampoco soy tan mayor.

–¿Es una nueva táctica de persuasión? –Preguntó el chico con una afable sonrisa.

–Puedes considerarlo así, si quieres. La duda que tengo se refiere a las pagas periódicas que recibís de Patricia.

–¿Qué quieres saber, de eso? 

–Bien, pues mira, poca cosa. Sólo querría hacerme una idea, nada más.

–Tanto Xavier como Eva o yo mismo percibimos una paga neta de ochocientos euros al mes. ¡Una ganga, con los tiempos que corren! A nosotros nos la concede desde la muerte de nuestros padres, pero Xavier no sé exactamente desde cuándo la recibe. Sus padres murieron cuando él era un niño, y supongo que tía Patricia se hizo cargo de él.

–¿Sabes si vuestra tía Victoria recibe alguna?

–¿La tía Victoria? No lo sé, y me divertiría si la recibiera; se pasa todo el día reprochándonos que no tenemos ni oficio ni beneficio.

–¿Qué pasaría si vuestra tía Patricia muriera? ¿Seguiríais recibiendo estas pagas?

–Mira por dónde, he aquí la razón que nos libra de toda sospecha –exclamó risueño–, porque si ella se muriera nos quedaríamos sin la hucha del cerdito.

–¿Estás seguro?

–No existe ningún documento que obligue a nuestra tía a pagarnos esta manutención. Lo hace porque quiere y punto. 

–Ya, ¿pero tú sabes qué dice, su testamento?

–¿Yo? ¡Vaya cosa! ¿Por qué tendría que saberlo?

–Quizás obliga a sus herederos a manteneros, o quizás vosotros mismos sois sus herederos.

–¡Ostras, el tema se pone interesante! En todo caso, yo no tengo ni la más remota idea. Puede que sepan algo más las dos «Es» que tenemos en frente, o la supersexy miss simpatía victoriosa que no deja de mirarnos por encima del libro.

–¡Pero te quieres callar! ¿Si te oye qué?

–¡Me la suda! Ya sabe qué pienso, de ella. Que sea una vieja amargada no le da derecho a criticarnos por cualquier cosa. ¡No aprovecharía ni una mísera arandela, de esta locomotora del 1500!

–No la tienes en buena consideración, por lo que veo. Y la máquina de vapor todavía no se había inventado, el 1500. ¡Ay, qué estudiantes estáis hechos!

  

X


El cuarto personaje: Victoria Fontanals

 

 –Señora Amarils, ¿le importaría acompañarme? No iremos muy lejos; mis piernas me lo impedirían.

–Será un placer, señora Fontanals. Me vendrá muy bien, andar un rato. Roger, tú que estás tan fuerte: ¿podrías traerle la bolsa de las pinturas a Elvira? 

El chico soltó un resoplido, estiró un par de dedos de una mano y cogió el asa de la bolsa.

–Sí, señora. Como usted mande, señora. ¿Desea algo más, señora?

–Ya que lo pides, me conformaría con que los hombres, y especialmente los jóvenes, fuerais un poco más serviciales y menos quejicas.

Con uno sarcástico y altisonante «¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!», el chico dio media vuelta y desapareció de nuestro campo de visión.

–Esta juventud –murmuró Victoria.

–Sólo piensan en salir airosos de cualquier situación.

–Bueno, ya se sabe: lo tienen todo pero les falta de todo.

Un incómodo silencio se prolongó en el tiempo. El mar se balanceaba adormecido por la bonanza apaciguadora de aquella tarde de verano y el sol ya no brillaba con tanta intensidad como horas antes. Alguna nube deshilachada navegaba sin rumbo por el cielo, convertido en el techo de una acuarela perfumada con el intenso olor de los pinos. 

–Me encanta pasar las vacaciones aquí. Es como un pequeño paraíso. 

–Coincido con usted: es fantástico. De hecho, es un rincón idílico.

Victoria Fontanals me miró con una débil sonrisa.

–¿Sabe? Le seré franca. Usted no me caía bien, al principio. Le ruego que no se ofenda, pero todo lo que difiere de los hábitos de siempre me resulta difícil de aceptar.

–Lo comprendo.

–Parece increíble. Hace justo un año, este paseo lo hacíamos los barones y una servidora. Hoy, el barón ya no está, Dios lo tenga en su seno, y la baronesa... No quiero ni pensar en ello. ¿Pero ve? Ahora camino con quien investiga la muerte del barón y la de aquella pobre chica, Elsa. Alguien que debe tener mi nombre en su... ¿podemos hablar de lista de sospechosos?

–Podemos mencionarla, sí. Pero no corra más de la cuenta, por favor. No quiero que piense...

–Ya me lo imagino; no se disculpe, por favor. Le confesaré una cosa: no me desagrada tanto como pensaba, usted.

–Lo celebro.

–Parece discreta. Eso es lo que la pobre Patricia anhelaba por encima de todo: discreción total. Habla por los codos, lo sé, pero siempre refiriéndose a cosas intrascendentes, vulgares. Nunca haría cotilleo de los asuntos importantes. 

–Es por eso que nadie sabía nada sobre Elena, ¿verdad?

Mi interlocutora se paró un momento y cortó un brote de espliego. Se llenó los pulmones de aquel olor y dijo:

–He visto con qué maravillosa sutileza ha sustraído información a Elvira y a mis sobrinos. Es fascinante. ¿La admiro, sabe? Es innecesario recurrir al espectáculo de los interrogatorios. Eso sólo consigue atraer a los curiosos y poner en guardia a los interrogados.

–Quizás sí, pero la policía debe investigar de algún modo, ¿no cree?

–Oh, sí, por supuesto. Lo que quiero decir es que me gusta, su método. Por esto le he pedido que me acompañara. He supuesto que, tarde o temprano, querría saber cosas de mí. Ahora es el momento, señora Amarils.

Me sorprendió. Poco me esperaba que, a pesar de las reticencias iniciales, llegara a mostrarse tan abierta y condescendiente. Supongo que, tal como dice mi exmarido, las personas que parecen de hierro suelen ablandarse más pronto.

–Bueno, para empezar, gracias por su predisposición, señora Fontanals –reaccioné, no sin una cierta perplejidad que intentaba disimular.

–Supongo que es lo que Patricia habría querido –giró la vista hacia el mar y reanudó la marcha con lentitud–. Oh, por supuesto que era discreta, Patricia.  Debo decir que el difunto barón y su familia también lo eran. Claro está que no pertenecían a la nobleza, pero tenían una gran consideración social. Era una familia muy rica, banqueros de tradición.

–Me había hablado de eso, Patricia.

–Ya se puede imaginar porqué no se hizo pública la existencia de Elena. No habría sido bueno ni para ella ni para los barones. La única cosa que se le podía ofrecer era una vida tranquila, lejos de todos aquellos aprovechados y de gente sin escrúpulos. Los barones se la dieron. ¡La querían tanto, pobrecita! Por eso nadie sabía nada. Aparte, claro está, de los familiares y de las asistentas, obligadas a mantener un silencio riguroso y absoluto.

–¿Y no era arriesgado? Quiero decir que lo supieran personas de fuera del núcleo familiar.

Victoria Fontanals sonrió.

–No se piense, señora Amarils, que Patricia les habló de ella sin más, así por las buenas. Primero esperó a conocerlas en profundidad y, cuando tuvo la certeza de su discreción, les confió el secreto. Cierto es que las chicas ya lo sospechaban. ¡Es tan difícil, esconder algo! Y más al servicio.

–¿Elsa también lo sabía?

–Sí, ella también. Pero nadie más. La dirección del centro veló para que nunca se filtrara el secreto.

–Tengo entendido que Elena murió también de un infarto pocos días después de morir su hermano.

Mi interlocutora gesticuló en sentido afirmativo.

–Parece que, en ocasiones, los problemas cardiacos se heredan. 

–Elvira me ha explicado cómo ocurrió la muerte del padre del difunto barón.

Victoria Fontanals me clavó aquellos ojitos tan chiquitines y oscuros que tenía.

–¿Lo ve? Es maravilloso. ¡Extrae la información una facilidad increíble, usted!

–Quizás tenga razón. De todos modos, es el único método que puedo utilizar. Alguien de mi edad que, además, es ajeno a la profesión forense no puede utilizar los modernos métodos de investigación.

–Por modernos que sean, señora Amarils, no conseguirán sustituir la efectividad de un buen cara a cara, estoy convencida.

–Coincido con eso.

–¿Qué más desearía saber?

–Mire, ya que insiste, hay algo que me intriga. ¿Sabe alguna cosa, usted, del testamento?

–Aparte de una renta vitalicia para su hermana, se lo dejó todo a su esposa.

–No, no me refería al del barón, sino al de Patricia.

–Ah, sí, ya veo. Quiere comprobar si, en caso de que Patricia fuera asesinada, el móvil sería el económico, ¿verdad? En fin, creo que le puedo explicar algunas cosas sobre el tema. Bastantes cosas, más bien. Pero no todo. Hay alguna información que, por mi compromiso con Patricia, no puedo difundir ni bajo amenaza de muerte.

–La escucho, señora Fontanals.

–Ante todo, debemos tener presente que el testamento se puede revocar en cualquier momento. Cierto es que no me consta ninguna modificación, pero no se puede descartar esta posibilidad.

–No la descartemos, pues.

–Yo conozco muy bien el contenido porque me lo explicó la propia baronesa. Y me aventuro a decir que no creo que nadie más sepa, tan bien como yo, cuál es la última voluntad de Patricia.

Se detuvo de golpe. Parecía que aquella frase la había trastornado.

–Es violento, ¿verdad? Me refiero a eso, a la última voluntad de Patricia. Parece que ya...

–Pero, no señora Fontanals. No podemos dar nada por sentado. Quiero decir que tiempo al tiempo y no se preocupe por este tipo de expresiones que todos utilizamos sin mala fe.

–Sí, supongo que tiene razón –olió de nuevo el brote de lavanda y lanzó la vista al mar–. El testamento establecía dos posibles situaciones: si ella, Patricia, moría antes que Giannis, él se convertiría en su heredero universal. Con una tajante imposición, sin embargo: que designara a uno de los tres sobrinos como heredero de las propiedades que, por tradición, han pertenecido a los barones de Ubach. Segunda posibilidad: si la baronesa muriera viuda, como será el caso, uno de los tres sobrinos será el heredero universal de los bienes de Patricia. En concreto, lo será lo mismo que hubiera recibido del barón todo el patrimonio que configura la baronía de Ubach. Y lo que yo no puedo revelarle es la identidad del gran beneficiario. La baronesa me hizo prometer, jurar y perjurar que nunca, bajo ningún concepto, haría pública la decisión.

–Que así sea: conserve este secreto, por favor.

–Para cada uno de los otros dos sobrinos, Patricia les deja un único legado de unos cien mil euros, aproximadamente. Y si quiere a una firme candidata a sospechosa del hipotético asesinato de la baronesa, me puede investigar a mí. Claro está que yo sería del todo incapaz de asesinar a nadie, por descontado. Lo digo porque, probablemente, soy la segunda persona más beneficiada en este testamento. Me correspondería una renta anual vitalicia de cincuenta mil euros.

–Vaya, a eso se le llama un buen aumento de sueldo.

Me convertí en la diana de un incisivo reproche.

–Ni percibo ayudas ni las necesito, señora Amarils. Puedo sustentarme con las rentas de mis propias inversiones.

–Perdone, lo siento de verdad. Espero no haberla ofendido.

–Dejémoslo aquí. No se preocupe, no me lo tomaré como nada personal. Supongo que es una pregunta propia de quién investiga posibles sospechosos de asesinato.

–Gracias, señora Fontanals. A veces no soy tan cortés como quisiera al aplicar mi método, como lo llama usted.

–Bien, proseguimos. Toda su colección de joyas pasaría a manos de su prima Elvira. Una colección bastante variada que contiene algunas piezas de gran valor.

»Y a ver a quien me dejo... –repasó en voz alta– ah, sí, un legado de treinta mil euros para cada una de las dos muchachas, Rosa y Mercè. También había uno de igual valor para Elsa pero, claro está, ya no hace falta contarlo. Desconozco si la nueva secretaria, aquella chica tan reservada, ocupa ahora el lugar que ocupaba la pobre Elsa. Como le decía, desconozco cualquier posible modificación que Patricia hubiera podido introducir en este testamento.

–Es curioso que no aparezca Elena Matsoukis.

–Ah sí, es verdad. No la he mencionado porque es el mismo caso que la pobre Elsa. Me parece que le asignaba una renta vitalicia anual igual que la mía. Además de imponer al heredero la obligación de ocuparse de ella, claro está. La querían mucho, puede creerme.

–Un testamento muy completo, por lo que veo. No se olvidó de nadie.

–Si me hubiera tocado a mí hacer de baronesa, no sé si me habría salido tan bien.

Aquel comentario, en principio una mera puntualización, se me clavó con fuerza en el cerebro, hasta que no pude resistir más la tentación y pregunté:

–Perdone, señora Fontanals, pero ¿qué ha querido decir, en realidad, con eso de «si me hubiera tocado a mí hacer de baronesa»? 

Esbozó una de sus sonrisas forzadas, depositó el libro que llevaba en una roca y se pasó las manos por el peinado liso y acampanado de su pelo. Se arregló después el flequillo y, acto seguido, apoyó su espalda en una de las rocas que cercaban el camino por donde circulábamos.

–¿Tengo presencia, yo, de baronesa?

–¡Uy, qué compromiso! Bien, yo de baronesas no he conocido muchas, sin embargo... ¿por qué me lo pregunta, eso?

–Mi marido era el hermano mayor de Patricia. El heredero, por consiguiente, de la baronía de los Ubach. Pero murió a causa de un accidente de tráfico un año después de habernos casado. 

»¿Qué sucedió entonces? Pues que aún vivían los anteriores barones de Ubach, Amadeu Lluís y Margalida. Y lo que hicieron fue limitarse a buscar al segundo candidato en la lista sucesoria. Los dos hermanos masculinos, Eduard, el padre de Xavier, y Agustí, también habían muerto, y fue una gran suerte para Patricia que la señora Margalida tuviera el poder de persuasión que tenía. Lo digo porque el anterior barón era bastante reacio a designar una mujer como heredera universal de las propiedades que configuraban la baronía de Ubach. Él prefería que alguno de sus nietos masculinos, Xavier o Roger, acabaran heredando la parte del león. El título señorial sí que, según las leyes históricas de la transmisión de los títulos nobiliarios, habría recaído en Patricia. Era la primogénita de todas sus hermanas, y ya no quedaba ningún hermano vivo. De todos modos, el señor Amadeu Lluís prefería alguno de los nietos. Todavía llevaban pañales, pero eran del sexo masculino. En particular, tenía el ojo puesto en Xavier, que era el mayor de los dos.

Admito que me sorprendió aquella declaración. Patricia, a pesar de su tremenda locuacidad, tampoco me había hablado de tales tejemanejes.

–Señora Fontanals, no sé si usted tiene o no presencia de aristócrata, pero de algo estoy segura: hubiera sido una excelente señora baronesa.

Entonces sí: por primera vez, me regaló una sonrisa natural, e incluso creo que, durante unos segundos, se sintió feliz.

  

XI


El quinto personaje: Xavier Tadeus

  

Otra noche como aquella y debería tomar tranquilizantes. Di más vueltas que un ciclón, en la cama. Y eso que fui de las primeras a retirarme, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza, entre ellas el testamento.

Uno de los tres sobrinos era el heredero universal de Patricia. Pero el hecho de que no se supiera cuál complicaba las cosas. Claro está que la señora Fontanals lo sabía, si bien era bastante improbable que lo hubiera comunicado a la persona beneficiaria. Era una mujer de principios y nunca rompería un compromiso, menos aún de tal envergadura o solemnidad.

La incógnita del heredero, sin embargo, no imposibilitaba pensar en el móvil económico. Porqué quizás quién habría atacado a Patricia no esperaba recibir nada, de ella, o casi nada. Y para mantener los privilegios de que ya disfrutaba –una renta periódica, por ejemplo– le convenía hacer desaparecerla. Esta podía ser la clave.

Elvira quedaba excluida por tratarse de una viuda adinerada y Victoria porqué tampoco percibía ningún euro, de su cuñada. Hacía falta que se certificara la defunción de la baronesa con el fin de obtener una renta anual vitalicia de... ¿cuánto había dicho? ¿Cincuenta mil euros? Bueno, sustanciosa, en cualquier caso. Quedaban tan sólo los tres sobrinos. ¿Era uno de ellos, el asesino?

Eso, claro está, siempre y cuando el móvil fuera el económico. Si intervenía algún otro motivo, como una revancha, que es lo que me parecía más lógico, habría que descartar esta vía de eliminación y volver a pensar en todos los familiares otra vez. 

Victoria me había relatado una historia extraordinaria, pero quién sabe si era completa. Quizás faltaban detalles que ni ella misma conocía o puede que, aun conociéndolos, no los hubiera querido mencionar. Había comentado que la anterior baronesa se había puesto a favor de su hija Patricia en la designación sucesoria. ¿Era porque la apreciaba de una forma especial? ¿O quizás porqué Patricia, valiéndose de su genio, había... digamos que conseguido convencer a sus progenitores?

Y el hijo mayor de los anteriores barones de Ubach había muerto en un accidente de tráfico. Eso es lo que había dicho su viuda, la señora Fontanals. Bien, supongo que debía creerlo. De hecho, ¿por qué me engañaría Victoria en este punto? No tendría sentido.

–Vaya, y yo que pensaba que era el más madrugador, hoy.

Aquellas palabras me despertaron de la abstracción. La verdad es que debía resultar gracioso verme estoica con media galleta deshecha en la taza y la cabeza apoyada en la otra mano.

–Uy, buenos días, Xavier. No te había oído.

–Lo he notado. Y buenos días, también. ¿Hay café?

–Creo que sí. Media cafetera, por lo menos.

–Ah sí, ya lo veo... ¿Puedo preguntarle en qué pensaba o también está bajo secreto de sumario?

–¡No, por supuesto! Nada de secretos oficiales, en lo que a mí se refiere. Pensaba un poco en todo… Por cierto, ¿se sabe algo, de Patricia? Volviste tan tarde que no nos vimos ni para cenar.

–La policía trabaja con la máxima prioridad, pero hasta ahora no han descubierto nada. Parece como si la tierra se la hubiera tragado. Ah, y volví tarde porque me encanta pasear a solas por la playa. ¿Relaja, sabe?

–No te lo había preguntado, esto.

–¿Que no nos investiga, señora Amarils?

Arqueé las comisuras de los labios en un vago intento de sonrisa.

–Pregunte todo el que quiera porque no tengo nada que esconder.

–Puedes tratarme de tú, si quieres.

–Tengo por costumbre tratar de usted.

–Lo sospechaba.

–¡Vaya! ¿Y qué más sospecha, de mí?

–Quieres que te hable... Perdona, ¿te importa que te trate de tu?

–En absoluto, lo prefiero. Continúe.

–Te preguntaba si quieres que te hable sin tapujos.

–Se lo ruego, por favor.

–Creo que te gusta quedar bien con la baronesa. Ella misma me comentó tu predisposición a escucharla, y te ocupas muy bien de su gata.

–Tiene ojo clínico, señora Amarils –afirmó sonriendo, mientras untaba de mantequilla una rebanada de pan–. Es una gran detective, usted. Pero debe entender, también, que Patricia me ha hecho de madre durante muchos años. Por otra parte, si usted ha interpretado que hacía la pelota a la baronesa, quizás debe ser porque, en el fondo, todos somos humanos y, como tales, nos corroen la buenas expectativas.

–Encuentro curioso, este comentario. Me hace pensar en el móvil económico. Quiero decir que si la baronesa hubiera muerto...

–Ah, muy bien, pero no me señale, a mí, señora Amarils. Tengo razones de peso para creer que yo no soy el elegido.

–¿Por?

Xavier Tadeus sonrió. Se arregló un molesto mechón de pelo que le caía sobre la frente y contestó:

–No veo inconveniente alguno en decírselo, señora Amarils. El afecto que me pueda tener Patricia no disimula una cierta aprensión que creo que tiene en mi contra.

Llegados a este punto, debo decir que ya me imaginaba cuál era el motivo. Lo entreveía desde el primer día que conocí aquel chico.

–A tía Patricia, aunque para mí ha sido como una madre, le ha costado mucho asumir mi preferencia sexual. Y todavía le ha resultado más difícil asimilar que lo haya hecho público y lo viva con total normalidad. De todos modos, creo que usted ya lo intuía.

–Me lo imaginaba, sí –le confirmé, con una sonrisa amable–. Pero dudo mucho que esta circunstancia te reste méritos en lo que se refiere a la herencia. Me habló muy bien de ti, aun teniendo en cuenta la peculiar forma que tiene tratar a la gente.

–Oh, es que ¿sabe?, es algo que no me preocupa nada, a mí. Estoy muy bien como estoy. En septiembre acabaré la carrera; sólo me quedan dos exámenes. Hice las prácticas en las oficinas de un diario que, según parece, les caí bien. Me aseguraron que me contratarían.

–Así lo espero. 

–A tía Patricia le gustó mucho, saberlo. Me dijo que ya era hora. Claro está que, cuando se lo dije el pasado domingo, estaba bastante trastornada.

–Sí, creo que presentía algo.

–Discúlpeme, señora Amarils, pero es que después de todo aquello del cadáver y de la amenaza, ¡ya podía imaginárselo, ya!

–Percibió algo más. La inminencia del peligro que se cernía sobre ella, creo. Y quizás también quién era el causante de todo.

–Quiere decir quién...

–Quiero decir quién la quería asesinar. ¿Sabes algo, tú, del testamento de tu tía?

–Sólo que el heredero será alguien de nosotros: uno de mis primos o yo. Me lo dijo ella misma hace tiempo. Yo me descarto, ya se lo he dicho.

–¡Quién sabe! Quizás dices que no y al final...

–Para serle sincero, señora Amarils, no me veo de arcaico terrateniente. ¿Tengo otros proyectos, sabe? Le diré todavía más: creo que el próximo barón de Ubach debería ser yo, según las leyes de la sucesión nobiliaria. Pues bien, ya le adelanto que, con toda seguridad, renunciaré al título. Total, para lo que sirve…

–Pero podrías ser su preferido, a pesar de todo. Porqué quizás sí que tu tía tenía contra ti alguna objeción, pero viniendo de ella... Bueno, ya sabes cómo era, de carácter.

–Completamente imprevisible –simplificó.

–Es una definición muy precisa –concedí–. Y un último comentario, Xavier: al parecer, oíste el ruido de un coche durante la noche que desapareció la baronesa.

–Cierto. Me había adormecido, pero estoy seguro de ello. Era el ruido de un motor puesto en marcha.

–¿Hacia qué hora fue?

–Uf, pues supongo que sobre las dos de la noche. Estuve leyendo hasta muy tarde.

–¿Estás seguro de que oíste marchar el coche? ¿Sólo marchar?

–Del todo. Alguien arrancó el motor y el ruido se alejó de forma gradual hasta desaparecer.

–Lástima.

–¿Lástima de qué, señora Amarils?

–De no haberte levantado a comprobar si faltaba alguno de los coches a la plaza. Cada uno de vosotros tiene coche, menos Eva, que utiliza el de su hermano.

–Cierto, lo más lógico es pensar que era el coche de alguien de nosotros, pero hay otra posibilidad. Quizás ya la habrá tenido en cuenta.

–Dímela.

–¿Se acuerda, de la cena? Estábamos en el comedor, todos menos las asistentas y la secretaria, que ya se habían ido. Alguien puso música de fondo, pero sin mucha aceptación. Roger encendió la tele. Había, por lo tanto, sonido de fondo. Ahora le ruego, señora Amarils, que se vaya al comedor. No habrá nadie y estará todo en silencio. Yo tengo el coche aparcado en la plaza de delante, como todos los demás. Aprovechando que voy a dar una vuelta en coche, Usted misma podrá experimentar la situación.

Seguí las instrucciones algo descolocada. El comedor estaba vacío. Alguna de las muchachas había entreabierto los postigos, sólo lo justo para que la cámara no se encontrara del todo a oscuras. Imperaba un silencio sepulcral. No pude evitarlo y pensé, una vez más, en el cadáver de la pobre chica expuesto como si fuera un objeto de feria. 

Transcurrieron cinco o diez minutos. No había comprendido gran cosa de lo que me quería transmitir Xavier. Abandoné a desconcertada el comedor y salí fuera de la casa. Pero el coche de Xavier ya no estaba, y no había oído el motor cuando lo puso en marcha.

¡Eso era lo que me quería hacer ver! Entonces lo comprendía; si desde el comedor no lo había oído, tampoco podíamos percibir,, desde allí, la llegada de un coche forastero la noche que desapareció la sexta baronesa de Ubach.

  

XII


El sexto personaje

 

Me resultó bastante difícil encontrar el momento oportuno. Cuando estaban en la cocina, porque las comidas no se hacían esperar. Cuando limpiaban, porque no acabarían antes de tal o cual hora. Cuando salían al jardín, porque sólo tomaban un respiro. Rosa y Mercè siempre estaban ocupadas.

Acabada la jornada del viernes, y a punto de cumplirse cinco días desde la desaparición de la baronesa, conseguí hablar un rato con Rosa. Salía de la Casa del Norte arreglándose un vistoso pañuelo de cuello. No parecía que la convenciera demasiado el resultado.

–Tengo una buena colección de pañuelos de cuello, pero ninguno como este –giró la vista para mirarme. Se la veía sorprendida.

–Ay, perdone, señora Amarils, me había asustado. No imaginaba que estuviera aquí.

–Es que, ¿sabe?, es un sitio muy agradable, este porche. No hay sol directo, el banco es confortable y la vista es excelente. Fíjese en aquella cala de allí: ¡es un hormiguero!

–Y el mar, jaspeado de barcas… Pensaba que estaría con la señora Elvira: ha dicho que volvería a pintar.

–Sí, pero ningún paisaje. Hace un retrato, ¿sabe? Un retrato con toda la familia de la baronesa, barón incluido. Utiliza una foto de la celebración del vigesimosegundo aniversario de boda de los barones.

–Ah sí, ya he visto esa foto. Fue la propia baronesa quien le sugirió a la señora Gracia que hiciera un retrato al óleo, de ella. Bueno, yo no entiendo mucho de esas cosas…

–Quería mostrármelo el otro día, pero cambió de opinión. «Una vez firmado», me dijo, «lo mirarás con mejores ojos».

–Lo verá terminado, pues. ¿Me puedo sentar, señora Amarils?

–Por favor. Hay espacio de sobra.

–Estoy esperando a Mercè, que me llevará de vuelta a casa. Ha dicho que quería acabar de fregar la primera planta. No creo que tarde mucho, de todos modos.

–Vaya, estoy de suerte. ¿Sabe porque estoy aquí? 

–Es detective.

–Por encargo de su ama, la baronesa de Ubach.

–Ya. ¿Y me quiere preguntarme algo?

–Digamos que sí. 

–Es que ya se lo dije todo al juez, ¿sabe?

–Me interesan otras cosas.

Su mirada dejó entrever una cierta reserva.

–Usted dirá.

–Quiero que me hable de Elsa –el recelo se ensanchó un poco más–. Recuerdo que su compañera, Mercè, dijo que ella y usted eran muy amigas. ¿Es así?

La chica agachó la cabeza y resiguió con la vista el enlosado del porche.

–No tenía muchas amistades. Ni conocidos. Era una persona muy comedida y solitaria, pero también era de aquellas personas que saben congeniar con alguien a la perfección. Así fue como nos hicimos amigas. Cuando empezó a trabajar para los barones  me cayó bien enseguida, y viceversa. Yo, ¿sabe?, no soy de las que charlan mucho, como solía hacer mi señora. Quiero decir que suele hacer, vaya. Bueno, esto es un lío…

–Sí, ya entiendo. Simpatizasteis enseguida…

–Exacto. A ella tampoco le gustaba demasiado llenarse la boca de chismes. Nos gustaba el cine e íbamos a menudo a ver películas de amor o comedias norteamericanas. Quizás no valgan mucho, pero a nosotras nos hacían gracia. E ir al teatro, por descontado –remarcó–. Después, comentábamos la obra en la terraza del primer bar que encontrábamos. También habíamos salido juntas de vacaciones, pero sólo una vez, el segundo año de conocernos. Fuimos a Mallorca.

–¿El año pasado no? Quiero decir...

–El primer año todavía no había bastante confianza. Éramos muy amigas, pero no tanto como para irnos juntas de vacaciones. Y este año resulta que tanto ella como una servidora teníamos otros planes.

–Ya, y otras amistades. ¿Masculinas, quizás? –Sondeé, con media sonrisa de complicidad.

–Bueno, sí, los chicos. Yo había conocido a quien ahora es mi marido y ella había hecho buenas migas con un hombre que, si bien nunca me lo presentó, parecía un excelente muchacho. Moreno, apuesto, simpático, bastante espabilado y muy comprometido con las causas sociales. Había estudiado alguna carrera, creo, pero la verdad es que no hablamos mucho de ellos. Cuando quedábamos era para comentar nuestras cosas, no para presumir de nuestros ligues –y tosió con moderada discreción, como si quisiera excusarse de algo.

–Bueno, normal. Supongo que, con respecto a este tema, cada una tenía sus gustos, ¿no? Quiero decir, no debías congeniar en todo.

–Oh, pero no crea, señora Amarils; confraternizábamos muy a menudo. Incluso con eso de los novios. Quiero decir que, por ejemplo, ambas lo mantuvimos en secreto cuando empezamos a salir.

–¿Y cómo fue, el noviazgo de Elsa?

–Me parece que no tan bien como el mío, porque de repente dejó de hablarme de su relación. Lo cierto es que, durante los últimos meses, ella y yo nos distanciamos un poco. ¡Estaba tan ajetreada, yo, pensando en mi boda! Aunque bastante me parece recordar... 

–¿Sí?

–Que llevaba un anillo, y quizás era una alianza. Sí, puede que sí, porque lo llevaba en este dedo –y me indicó el anular–. Pero ya le digo, nos distanciamos un poco. Y como sólo quedábamos para ir al cine o al teatro... para otras personas, eso sería aburrido. Quiero decir, hacer siempre lo mismo: ver películas u obras de teatro y comentarlas. Pero a nosotras nos gustaba. ¿Era nuestro tiempo, sabe? Si alguna vez teníamos que desahogarnos lo hacíamos, pero no hablábamos ni de chicos ni de nuestros quebraderos de cabeza. Era maravillosa, nuestra compenetración.

–Encuentro curioso que nadie de la policía, ni siquiera el juez, haya indagado más en la vida de Elsa Martí.

–Oh, ya se lo he dicho, era una chica muy corriente. Con pocos amigos, creo que como amiga auténtica y fiel sólo me tenía a mí, pero era muy maja. Tanto de trato como de carácter. ¡Era tan eficiente que incluso la baronesa lo admitió!

–¿Y el chico este que salía con Elsa?

–¡Uy, a saber! Ya se le comenté al juez el día que me interrogó.

–No recuerdo haberlo leído…

–¿Cómo dice?

–Nada. Es que miré los informes. Con la autorización del juez, por supuesto.

La chica, sonrojada, me observó con una indefinible expresión.

–¿Sabe? A veces me da un poco de miedo, usted.

–Cumplo órdenes, yo, las que me dio su señora.

–Sí –admitió con una pincelada de duda en sus ojos–, supongo que es lo que debe hacer.

–Y dígame: ¿tenía parientes, Elsa?

–Sólo una hermana que vive en Estrasburgo, creo. Se escribían a menudo. Ella comentaba sus cuestiones personales con esta hermana y yo, con la mía. De esta manera, cuando Elsa y una servidora nos encontrábamos, casi nunca teníamos la necesidad de desahogarnos con los asuntos íntimos. Claro que hablábamos, nos teníamos confianza, pero pasábamos de puntillas por nuestras intimidades, más aun cuando el tema eran los chicos. Quizás le extrañará que dos amigas fueran tan reservadas en lo personal...

–No lo crea. Yo también había tenido alguna amiga así. Sólo hablábamos de arquitectura, de escultura y de pintura. Tanto la una como la otra éramos profesoras de Historia del Arte, y nuestras profesiones era el objetivo de nuestras conversaciones.

–¿Qué pasó? 

–Las vidas tomaron rumbos distintos. Durante un tiempo nos escribimos, pero cada vez menos. Supongo que el paso de los años y la distancia, aunque no lo queramos, acaba separando las personas.

–Yo la eché mucho en falta. La quería como si fuera una hermana mía. El hecho de que nos hubiéramos distanciado un poco los últimos meses me dolió mucho. Las personas no se dan cuenta de lo que tienen hasta que lo han perdido. Yo me deprimí como no lo había hecho desde la muerte de mi padre. Durante dos meses quería estar sola y lloraba por cualquier tontería. Pero Andreu, mi marido, fue muy considerado. Le expliqué todo lo que me pasaba porque, claro está, entre dos enamorados no puede haber secretos. Yo quería posponer la boda y él me convenció de no hacerlo, diciéndome que debía salir adelante. «La vida es de los vivos», me dijo; «no te ahogues en ti misma; yo estoy a tu lado, y tu madre y tus hermanos. Tú y nosotros somos los vivos, y te necesitamos». ¡Me dijo unas cosas tan bonitas! Es un sol. No sé qué haría sin él.

Entonces oímos una voz que provenía del interior de la casa, acercándose decidida hasta donde estábamos nosotros.

–¡Listo! Les he dejado la cena en la nevera; solo tendrán que calentar el segundo plato. Facilito y rápido, para que no se quejen. Mañana por la mañana, terminaré la colada. Hay los manteles de ayer, las cortinas de la biblioteca y unas cuantas toallas. Con las sábanas y todo, habrá un montón de ropa, para variar. Ah, y recuérdame lo de la otra vajilla; habrá que buscarla en el desván. Y suerte que la señora no está, porqué no vería de buen ojo que... –Mercè acababa de cruzar el portal de la casa y, al girarse para cerrar la puerta, nos vio sentadas en el banco del porche–. ¡Oh, vaya! Está con usted. Bueno, discúlpeme, no sabía que... 

–Oh, no se preocupe, Mercè; Rosa la esperaba.

–Ah, ya, bien, me sabe mal, haber tardado más de la cuenta. Si quieren hablar un rato más, puedo esperar un poco. De todos modos, tengo los niños con la suegra...

–Oh no, ¡faltaría más! No las quisiera entretener. En fin, gracias por todo, Rosa. Ha sido usted muy amable.

La recién llegada se miró su compañera un poco desconcertada.

–Ha sido un placer, señora Amarils. A su disposición. Ahora ya sabe cómo me apreciaba Elsa. Quiero que sepa que haré lo que haga falta para descubrir al salvaje que la mató y que, a la postre, la humilló de una forma tan degradante como cruel. Solo lamento que la justicia sea poco dura con este tipo de criminales. Profanar una tumba es algo que no tiene perdón.

–Todo se solucionará. Tanto la policía como yo misma vamos a tientas, de momento, pero el final se acerca y la verdad se impondrá. Ah, y una última pregunta, Rosa: ¿La hermana de Elsa, donde ha dicho que vivía?

–En Estrasburgo, creo. Se llama Núria, Núria Martí Damadeus. 

–Gracias, Rosa. Y créame; entre todos lo cazaremos.

***

–He aquí, Elionor, uno de mis mejores retratos. Lástima que Patricia... bueno, esperemos que lo pueda ver, pero el tiempo no juega a nuestro favor, ¿verdad? Hay que empezar a ser realistas…

–Es lo que he intentado hacer ver a todo el mundo desde el primer día –respondí.

–Supongo que le habría gustado. En el fondo, no sabía ni jota de arte, y todas mis obras le parecían igual de buenas. Claro está que las criticaba, pero no desde el punto de vista de un entendido o experto en la materia, sino desde su posición de simpática y cargante miss criticona. Que si los colores eran demasiado vivos, que si la sonrisa era poco natural, que si podía haberme ahorrado la verruga del mentón... Cosas de este tipo, ya me entiendes.

–Muy propio de ella, sí. ¡Vaya por Dios! Tela marinera con la cantidad de trabajo que has tenido. ¡Es un lienzo inmenso!

–Dos metros de largo por uno con diez de ancho. Medidas escogidas por la señora baronesa. Manías, para serte franca. ¡No quieras saber los trabajos que tuve para meterlo en el coche! Entre eso, el caballete, la caja de las pinturas, las maletas y todo, la gran carroza de coche que tengo parecía como si se hubiera encogido. ¿Me disculpas? Voy a hacer limpieza de todo eso y me encierro en el baño. Creo que cuando salga seré otra.

–Sí, sí, tranquila. Nos vemos luego.

Y Elvira salió de aquel trastero donde se había bien instalado con todo su arsenal. Me quedé sola delante del cuadro.

Era un retrato realista muy logrado a juzgar por su semejanza con la foto que tenía en las manos. El color gris azulado del fondo, con gradaciones de intensidad un poco bruscas si bien un poco difuminadas, realzaban las siete figuras del retrato.

En la primera fila había cuatro sillas. Las centrales estaban ocupadas por los barones. Con el fin de diferenciarse del resto, ambas tenían el respaldo más alto. El barón estaba a la derecha –vista de frente la imagen– y la baronesa a la izquierda. En el extremo derecho, es decir, junto al barón, había sentada la autora del retrato, elegante como nunca con un vestido de crepé de tonos azules muy bien reproducido. En la otra punta permanecía la señora Fontanals, con un ademán más propio de dama de compañía que de ninguna otra cosa. Eso sí, seria y erguida como una estatua de mármol, y vestida de negro riguroso.

Derechos en segundo término había los tres sobrinos. Entre Elvira y el barón, el rostro de Xavier, con una sonrisa más bien artificiosa. Entre los barones estaba Roger, con su media risita simpaticona y la mirada propia de un niño travieso. Y entre la baronesa y la señora Fontanals se encontraba de Eva, risueña y festiva, aunque con una expresión sofisticada, como si quisiera parecer una estrella de cine.

En aquel retrato, el barón aparecía con un intento de sonrisa en los labios. Mantenía una postura que denotaba autoridad. Vestía con el clasicismo que exigía el momento y la condición; un frac impecable cuyo negro hacía resaltar el blanco de una flor, un poco discordante, clavada cerca de la solapa. A su lado, con una postura un tanto retorcida, una alegre y vistosa Patricia Tadeus parecía destacar como reina absoluta de la fiesta. Vestía un complejo vestido de gasas y velos superpuestos –¡pobre Elvira!– de tonos azulados. Un combinado floral de colores similares y vistosas formas adornaba el peinado de la baronesa, que lucía una banda como símbolo, supongo, de su condición nobiliaria. Con las manos, recogidas en el regazo, cogía un ramo de lirios combinados con hojas de esparraguera y ramilletes de una rara especie de curiosas campanillas azules. En cuanto a las joyas, sobriedad y elegancia refinada.

Después, juzgado y analizado el resultado del trabajo de Elvira, tomé la fotografía y empecé a buscar las diferencias y las semejanzas entre las dos imágenes. El retrato era bastante fidedigno, pero había algún pequeño cambio sutil respecto de la fotografía. En la instantánea, el barón no parecía tan seguro de sí mismo ni transmitía la fuerza de su autoridad. En el original se lo veía cansado. Resignado, diría yo, y un poco encorvado, circunstancia que lo hacía aparentar mayor que en el retrato. Miraba también adelante, pero parecía tener miedo de alguna cosa. Su delgadez, además, no lo ayudaba a infundir aquella apariencia señorial que desprendía en el retrato. ¿Quién me había dicho que, por su aspecto durante la fiesta, parecía que supiera lo que le pasaría aquella misma noche? Elvira, precisamente.

Había otro cambio importante. Con eso no quiero cuestionar la capacidad de Elvira para recrear fielmente la imagen. Solo pretendo remarcar algo bien notorio: cada artista reproduce aquello que ve guiado por su estilo y por sus percepciones personales. Es el «toque personal» a la obra o, mejor dicho, al contenido de la obra. Elvira había rejuvenecido al barón, si bien en el caso de la baronesa eso no era necesario. Aquella sonrisa radiante, firme y triunfante, en conjunción con su ademán airoso me recordaba, inevitablemente, a la reina María Luisa, la esposa de Carlos IV inmortalizada por Goya en el cuadro que días antes habíamos comentado con Elvira. La expresión era quizás más letífica y menos férrea que la de aquella reina, pero de algún modo se parecían. Patricia Tadeus era una difuminada reencarnación de María Luisa de Parma dos siglos después.

Pero volvamos al cambio que me llamaba la atención. El porte retorcido de la baronesa tenía una explicación lógica si se comparaba el retrato con la fotografía. En la instantánea, la baronesa dirigía la mirada no al objetivo de la cámara, sino a su marido. Lo miraba de una forma extraña, como indulgente. Melancólica, incluso. Parecía como si también supiera qué pasaría y se resignara, desesperanzada, a perderlo. Adivinaba, quizás, un final próximo como consecuencia del delicado estado de salud del barón. Sin embargo, la inminencia la sorprendió, y es que la muerte nos pilla casi siempre desprevenidos.

Quizás he extrapolado demasiados detalles de un simple gesto de Patricia. Dicen que una imagen vale más que mil palabras, pero muy a menudo extraer tantas conclusiones de algo estático o momentáneo es muy arriesgado. En mi defensa debo invocar que acostumbro a tener acierto en este tipo de juicios de valor. Y se debe tener presente, también, que las personas ni siempre hacen todo lo que dicen ni siempre dicen todo lo que hacen. Es el juego de la vida misma. 

Elvira había cambiado el objetivo visual de la baronesa. ¿Por qué motivo? Ella probablemente argumentaría que «de esta manera queda mucho mejor, porque así está mirando a quien contempla el retrato». Cierto, totalmente de acuerdo, pero quien sabe si concurrían otras razones que ni ella misma sabría expresar en palabras. Puede tratarse de cuestiones tan subjetivas que formen parte de nuestra más profunda intimidad.

Quizás fue el instinto de autoprotección lo que la había impulsado a dar una nueva imagen de los barones, más rejuvenecida, más relajada y amable, libre de aquella preocupación que parecía asediarles en la fotografía. Porque la posible inquietud del matrimonio podría convertirse en un quebradero de cabeza para ella, o para cualquiera de los demás familiares que aparecían en la foto.

Caminé hasta la ventana. Desde allí se presenciaba una bella postal del mar. El azul se ennegrecía a medida que avanzaban los minutos. Desde los ventanales de la otra parte de la casa se vería pronto una dorada puesta de sol. Eran las nueve de la noche, y aún faltaba una hora para cenar. Le tocaba a Eva poner la mesa. Tenía por delante, pues, toda una hora para llenar de meditaciones. Era el momento de hacerlo. Disponía ya de mucha información, quizás de toda la que necesitaba.

El barón murió pocas horas después de hacerse la fotografía que entonces tenía en las manos. Era el tercer infarto que sufría y, como se acostumbra a decir, en la tercera va la vencida, y vaya si lo venció. Una sola persona receló de aquella muerte. Fue la viuda, que en la foto también parecía que lo viera a venir. Pero quedó tan sorprendida por la inminencia que lo consideró anormal. Sospechó de alguien próximo, de algún pariente. Además, el orden de los factores sí que alteraba el producto: si primero moría el barón, la baronesa heredaría de su esposo y su fortuna, ya muy extensa, sería todavía mayor. Y además, había otros intereses en juego, como las asignaciones a los tres sobrinos o la renta vitalicia de la señora Fontanals.

Focalizar el móvil económico en alguno de los jóvenes era complicado. Sí que podía ser, por supuesto que era posible, pero el problema era la concreción. Es decir, quién de los tres se vería más beneficiado con la muerte de Patricia. Sólo una persona, Victoria Fontanals, sabía la identidad del elegido, pero se había comprometido con la testadora a mantener en secreto este tema. Y siendo como era una mujer de principios y de recta moral, se podía descartar toda posibilidad de haber roto aquel compromiso.

Había también otras posibilidades. En primer lugar, podría ser que alguien hubiera accedido a la copia del testamento que Patricia guardara para sí. Ciertamente, era algo muy improbable, pero podría darse el caso. Por otra parte, quizás alguno de los tres sobrinos decidió arriesgarse aun sabiendo que sólo uno de ellos sería el heredero universal –porqué eso sí que no era secreto, ya que por ejemplo Xavier lo sabía–. Había que descartar, sin embargo, un acuerdo entre los tres. Demasiado complicado y, con sinceridad, no lo veía factible. Eran caracteres demasiado distintos para convenir en algo tan meticuloso como un motín con aquellas características. Tercera y última opción: podría ser que, si el asesino era uno de los tres, le importara bien poco el hecho de ser o no ser el heredero. Eso es lo que me había confesado Xavier. Quizás sí que él tenía bastantes razones para no incubar la esperanza de ser el principal sucesor de Patricia, y quizás sí que en verdad le importaba un rábano, serlo o no, pero entonces… ¿cuál sería el móvil?

Teníamos otro personaje en escena: la autora de aquel retrato tan complejo. Quedaba descartado de raíz el móvil económico. ¿Por qué necesitaría más dinero, si casi le sobraba? 

Faltaba el sexto personaje. Siguiendo con la tónica del móvil económico, sólo quedaban las dos muchachas, si bien su máxima aspiración era tan sólo la de recibir treinta mil euros en forma de legado. Y, eso sí, se quedaban sin trabajo.

Había otro punto interesante. Con una servidora encabezando la lista de todos los que pensaban así, cada día más gente sospechaba que la baronesa había muerto asesinada. Porqué si hubiera sido raptado, algo habrían reclamado ya los hipotéticos secuestradores. Y el pendiente ensangrentado parecía ratificarlo. Pero el punto de interés era que no había el cadáver. Mientras no hubiera cadáver, no habría certificado de defunción. ¿A quién podría beneficiar, esta situación? Por ejemplo a los tres sobrinos –salvo el heredero que, en principio, nadie sabía quién era aparte de la discreta señora Fontanals–. Mientras la baronesa no fuera considerada muerta de acuerdo con la ley –y podían pasar muchos años–, ellos seguirían recibiendo la paga mensual. También podría beneficiar, por último, a las dos muchachas, ya que seguirían trabajando y percibiendo el sueldo hasta que el administrador que el juez nombrara considerara innecesaria su tarea.

Visto para sentencia el móvil económico. Tomarlo en consideración implicaba presuponerle una finalidad pragmática al montaje del cadáver. En concreto, la estratagema consistía en asustar a la presa, hacerla salir de su escondite y cazarla durante la fuga.

Pero podría concurrir algún otro motivo, y a mí sólo se me ocurría la vendetta: ¿quién sino una mente vengativa querría atormentar a su víctima de una forma tan macabra? El problema radicaba en descubrir el motivo de aquella hipotética revancha personal. 

Dar tantas vueltas al mismo tema me producía jaqueca. Ver tantas posibles posibilidades posibilitaban no sé cuántas posibilidades más me desesperaba. Eché la cabeza atrás, me pasé la mano por el pelo y me hice un pequeño masaje en las cervicales. 

Decidí irme de allí. Quizás el hedor de aguarrás había contribuido a hacer más intensa la cefalea que me martirizaba.

Pero mientras me levantaba volví a pensar otra vez en todo. Esta vez no como alguien que investigaba, sino como una simple y pasiva espectadora. 

Repasé por enésima vez toda aquella historia. Incluso con los detalles tenebrosos o macabros que marcaban el compás de la trama. Notaba, como al principio, que algo fallaba. Repasé de nuevo el retrato. Estaba toda la familia de la baronesa, porque el barón no tenía a nadie más aparte de una hermana con una deficiencia psíquica importante. Una hermana que murió cuatro días después de haber fallecido el barón... «Cuatro días después, un lunes por la mañana, y por lo tanto... claro está, y siendo así, ello implica que... lo cual conlleva… y de este modo... sí señora: sólo podía haber ido de esta forma... Y lo que falla, por lo tanto... ¡lo que falla es eso, estúpida de mí! ¡Y ahora me doy cuenta, por Dios! ¿Pero cómo he podido ser tan boba?»

Fue un momento de éxtasis. Comprendí de repente el porqué de todo. Me repetía en voz alta, casi fuera de mí de cómo estaba de excitada, que el asesino de Patricia sólo podía haber sido aquella persona... «Pero no –me dije después– porque aquella persona no encajaba con un molesto detalle. Porque algún significado debía tener... ¿Cómo ligarlo todo? ¡Ah sí, mujer! ¿Qué había dicho, Rosa? Algo como que entre dos enamorados no podían haber secretos, creo».  Así era, y con eso quedaba zanjado el asunto.

Estiré la mano hacia el rostro de la que fue sexta baronesa de Ubach. Me detuve a tiempo al ver que la pintura no se había secado, y voz alta proferí:

–Es la hora de hacer justicia, Patricia. Ya es demasiado tarde para ti, y lo siento, pero tu asesino acabará entre rejas. Porque ahora sé quién hay detrás de todo. Ahora ya lo sé.

Estiré la mano hacia mí, perpleja, y pensé que quizás me había excedido. En voz alta solté:

–Si bien necesitaré pruebas para demostrarlo...

–¿Pruebas de qué? –Preguntó alguien desde el pasillo.

Di media vuelta y vi a Elvira enmarcada por el marco de la puerta. Iba recubierta con un refinado albornoz y se peinaba calmosamente.

–Uy, disculpa, no me hagas caso... pensaba en voz alta. Se me ha ocurrido una posibilidad, ¿sabes?, pero resulta que me faltan pruebas.

–¿Esa posibilidad significa que sabes quién es el asesino?

–No, bueno, al menos por ahora. Quiero decir que tengo, o que puede que tenga, una idea sobre cómo podría haber ido todo. Y si fue así, quizás reduciremos el círculo de sospechosos.

–¿Más todavía?

–Más todavía. Pero me harán falta pruebas.

–Uf, chica, ya te compadezco. Porque necesitarás una suerte de campeonato si quieres convencer a un montón de policías que sólo quieren hablar de hechos. Venía a decirte que en diez minutos estará lista la cena;; baja cuando quieras, Elionor.

***

A la mañana siguiente, a pesar de ser sábado, la primera cosa que hice fue telefonear a los juzgados de la Bisbal. Una voz cantarina que daba saltos desde las cuerdas vocales me saludó desde el otro extremo del cable.

–Juzgado de guardia, buenos días.

–Hola, buenos días. Mire, mi nombre es Elionor Amarils. ¿Podría hablar con el señor Santasusana, por favor? Es muy urgente.

–Lo siento mucho, señora Barnils, pero hoy no trabaja.

–Amarils, Elionor Amarils.

–Oh, disculpe. Pues hoy no está aquí, señora Amarils. De hecho, los juzgados están cerrados. ¿Quiere que le deje algún encargo?

–¡Vaya contrariedad! Me dijo que hoy estaría de guardia.

–Se confundió, porque me consta que se intercambiaron las guardias con la titular del juzgado número dos.

–Ya, bien, mire, ¿le podría dejar una nota, por favor?

–A ver, diga.

–Apunte: misterio casi resuelto, sólo me falta un detalle. La baronesa está muerta, no albergo ninguna duda. Necesito entrevistarme con usted. Si no me propone otro momento, pasaré el lunes a primera hora de la mañana.

 

XIII


La convocatoria

  

El juez me recibió con un saludo formal que dejaba entrever una indisimulable y peculiar satisfacción.

–Buenos días tenga, señora Amarils. Celebro que sea tan madrugadora, y más hoy...

–Mira por dónde; ; ¿y eso? –Pregunté intrigada.

–Le presento al doctor Marcaus, el forense que se ocupó de hacer la segunda autopsia del cadáver de Elsa Martí.

–Ah sí, ya lo recuerdo, doctor.

El hombre correspondió con gran amabilidad. Debía de tener unos cincuenta años, llevaba barba, se estaba quedando calvo y tenía una mirada acuosa y débil. Parecía como si los párpados le pesaran y se le veía exhausto, aunque estábamos empezando la semana.

–¿Comentaban los análisis?

–Oh no –saltó el juez–, no hay gran cosa a decir, de hecho. Además, usted ya leyó el informe, ¿no?

–Éste aún no lo he visto.

–No se extrañe, doctor, de eso que oye. Es que la señora Amarils colabora en las investigaciones. Podemos decir que ejerce de detective provisional.

–Ah ya... Tanto a gusto, señora. Bueno, mire, no hace falta que se preocupe mucho por el resultado de la autopsia –me dijo arrastrando las palabras–. Una vez identificado el cadáver, el motivo, el lugar y el momento de la muerte han quedado resueltos. Particularidades: las que ya se saben. El cadáver fue desenterrado y vestido con lo que llevaba encima poco después de haber muerto. Lo puedo afirmar porque la descomposición externa del cuerpo tuvo lugar con toda aquella ornamenta puesta.

–Admiro y le agradezco su profesionalidad, doctor –intervine después de un instante de pausa–. Si me permite abusar un poco...

–Pregunte.

–Es una bagatela, mirándolo bien. Querría saber cuándo reclamaron el cadáver de Elsa Martí.

–¿Cuándo lo reclamaron, dice? Vamos a ver... –dijo el hombre, un tanto perplejo, mientras abría la carpeta sobre la cual había apoyado los codos hasta entonces. Leyó las dos primeras páginas de los informes que contenía y después contesto:– Es curioso. Tardaron bastante tiempo, a reclamarlo. Me consta aquí que el cadáver fue entregado a la familia el miércoles dieciocho de diciembre de 2002. Y la chica estaba muerta desde la madrugada del catorce de diciembre. Tenía muy poca familia, al parecer.

–Sólo tenía una única hermana que tardó en reclamar el cadáver porque vive en el extranjero. Gracias de nuevo, doctor. Ahora todo cuadra. Solucionar un crimen puede ser como acabar un rompecabezas. Sólo hay que disponer de las piezas. Una vez has colocado unas cuantas y has adivinado la lógica, el resto encajan a la perfección. Ya no necesito saber nada más, señoría. Sé quién mató Elsa Martí, y se debería convocar...

–Uy, uy, por favor, señora Amarils, no se precipite.  Hay una diferencia notable entre hacer un rompecabezas y resolver asesinatos. No creo en absoluto que sea prudente convocar a nadie, hoy por hoy.

–Señoría, insisto. Cuando una persona ha asesinado una vez le resulta mucho más fácil volver a repetirlo.

–Estoy de acuerdo –afirmó el doctor Marcaus, metiendo baza.

La discusión que se empezó entonces se prolongó durante algunos minutos. Quería reservarme la clave del enigma –el quién, el cómo y el porqué– pero también pretendía conseguir del juez el permiso y el compromiso de un encuentro general con todos los principales involucrados. 

El doctor Marcaus devino mi gran aliado. Entre los dos convencimos al juez de que lo mejor era una reunión grupal con todos los sospechosos. Este encuentro conllevaría un gran avance, ya que la puesta en común de todas las declaraciones haría aflorar las discordancias y las incoherencias que pudieran haber, lo cual facilitaría el esclarecimiento de los hechos.

No sé si fue por estos argumentos o porqué consideró que no había nada que perder, pero la cuestión es que al final le arrancamos un «sí» a regañadientes.

–Bien, mire, como quiera, señora Amarils. Le daré esta oportunidad. Espero que sea consciente de la excepcionalidad y que no la desperdicie. ¿A quién quiere que convoque?

–Para empezar, a todas las personas afectadas: Victoria Fontanals, Elvira Gracia, Roger y Eva Castillo, Xavier Tadeus, Mercè Olius, Rosa Delfí i Ángela Estrada. Y una servidora, claro está, que ya se da por convocada.

–En fin –suspiró–, adelante. ¿Qué le parece mañana hacia las doce en la sala de vistas? Porque estaríamos un poco estrechos, en este despacho.

–Me parece perfecto, señoría.

–Ya le pediré al secretario que convoque las partes. Y ahora, si me disculpan, debería ponerme con el trabajo del día.

Nos despedimos a toda prisa y, al cerrar la puerta del despacho, se me ocurrió que sería conveniente la asistencia al acto del doctor.

–Cuente conmigo, señora Amarils. Me ha parecido muy inteligente, usted. A veces la juventud despacha demasiado pronto las cuestiones que requieren un poco de reflexión.

–Mil gracias, doctor Marcaus. Y un último favor...

–A su disposición.

–¿Sería tan amable, mañana, de traer todo lo que llevaba el cadáver encima? Creo que podría ser de utilidad…

 

XIV


El asesino del barón, de la secretaria y de Patricia Tadeus

 

Faltaban pocos para las doce del mediodía. Desde el interior de la sala de vistas se oían las voces de Elvira, de Roger y de Eva, que intentaban fundir los nervios en una conversación intranscendente.

A pocos metros de distancia permanecía sentada Victoria, con un porte solemne y rígido. Se había sobrepuesto a la intranquilidad ojeando una revista de jardinería. A su lado se había acomodado uno de los sobrinos, Xavier, que aprovechaba el tiempo leyendo el diario con una aparente serenidad. También se habían sentado las dos muchachas y la secretaria. A mi lado tenía al doctor Marcaus que, con delectación, me explicaba entusiasmado algunos casos más memorables en los que había intervenido. Ya sólo faltaba el juez y el secretario; por lo demás, todo estaba a punto. 

Con impecable puntualidad, Santasusana de Oriola, muy formal pero sin toga, entró en la sala y ocupó el lugar que le correspondía. Lo siguieron el secretario, Elvira y los hermanos Castillo.

–Señoras y señores –empezó–, han sido convocados a petición de la señora Elionor Amarils, aquí presente, que a continuación les expondrá su teoría sobre quien es el responsable de una serie, para todos ustedes bien conocida, de extraños acontecimientos. Como deben suponer, me refiero a la desaparición de Patricia Inmaculada Tadeus y de Ubach, sexta baronesa de Ubach, y al asesinato de Elsa Martí Damadeus, cuyo cadáver fue desenterrado y trasladado a la casa de veraneo de los barones de Ubach. Les ruego silencio mientras dure la disertación. Adelante, señora Amarils, cuándo quiera.

Tosí un poco mientras avanzaba hacia el centro de la sala.

–Gracias, señoría. Quisiera empezar remarcando lo que para muchas personas ya es una evidencia; me refiero al asesinato de Patricia Tadeus. Soy consciente, señoría, que una persona desaparecida no se puede considerar muerta, pero le pido a usted y a todo el mundo que, por favor, a me den este voto de confianza. Sólo así podremos avanzar en el esclarecimiento del misterio.

Miré el ademán escéptico pero conforme del juez. Nadie formuló ninguna objeción.

–De hecho, considerar la muerte es lo más lógico teniendo en cuenta las circunstancias. Hace más de una semana que no se sabe nada de ella y, si fuera un secuestro, ya habríamos recibido alguna noticia. Por otra parte, el pendiente ensangrentado nos indica que hubo violencia a la hora de consumarse la desaparición de Patricia.

»Planteado este punto –remarqué–, continuemos. Ahora quiero hacerles notar una diferencia notable entre los tres asesinatos. En concreto, entre los dos primeros y el tercero. ¿Quién hubiera dicho que el barón fue asesinado, si el médico certificó que murió de un infarto? Dejando aparte los recelos de la baronesa, nadie. Su muerte, como alguien de ustedes declaró al juez, era del todo previsible si nos atendíamos a sus antecedentes médicos: después de dos infartos, el tercero le arrebató la vida. ¿Quién podía creer que este tercer infarto hubiera sido provocado? Nadie excepto la baronesa, que recelaba persistentemente como muy bien sabemos.

»El asesinato de la joven –recordé– rayó la perfección, y esto es palabra de juez. Sucedió de noche, en un callejón oscuro, estrecho y poco concurrido de Barcelona. ¿La causa? Apuñalamiento múltiple. ¿Testigos? Sólo un vagabundo que oyó los gritos de la pobre mujer. ¿El arma del crimen? Un puñal sin rasgos particulares adquirible en cualquier cuchillería. El asesinato fue rápido. El contacto asesino-víctima fue casi nulo. Tuvo en cuenta el detalle de cogerle el bolso para simular un robo. Una vez más, enhorabuena por el asesino. Simple, rápido y efectivo. 

»Ahora –concluí– comparemos todo eso con la aparatosidad o la ostentación del tercer crimen. Hagamos memoria: había en escena el cadáver de la segunda víctima, una amenaza, una rosa en principio inexplicable... bueno, tampoco es que tenga una gran explicación, cómo verán. Lo que les quiero hacer ver, en resumidas cuentas, es que los dos primeros asesinatos pasaban desapercibidos, mientras que el tercero llamaba la atención. Además, el asesino hace gala de una descomunal inteligencia que pierde súbitamente al cometer el tercer crimen. Dejando de lado que llamar la atención sobre un asesinato no es, por supuesto, la mejor manera de eludir una lluvia de sospechas, el asesino ni siquiera prestó atención al pendiente de la víctima. En el momento de inmovilizarla, con cloroformo por ejemplo, este pendiente quedó enganchado en algún lugar, como por ejemplo la ropa del asesino. Y al forcejear para huir de sus garras, se le arrancó de aquella forma tan violenta y dolorosa.

»Digo que la inmovilizó –mi auditorio seguía igual de atento que al principio– porque el asesino se la llevó viva. El lugar del crimen no fue delante de la casa, porqué allí no había ni el más pequeño indicio de un asesinato.

  »Todo en su conjunto –sinteticé– conduce a una única explicación razonable: el asesino del barón y de la secretaria no es la misma persona que ha asesinado a Patricia Tadeus.

Debo admitir que me encanta saborear momentos de expectación como aquel. Aguardé un instante, comprobé que el público seguía igual de atento y proseguí con mi argumentación.

–El brillante asesino del barón que probablemente se inspiró en la muerte accidental del padre del propio barón, fallecido de un infarto provocado sin querer por Elena Matsoukis, no pudo evitar a un testigo ocular de aquel crimen. Este testigo, Elsa Martí, le chantajeó, pero la pobre chica no tuvo en consideración la inteligencia de quien se convertiría en su asesino. 

»El personaje en cuestión se citó con la chica a altas horas de la noche, pero en lugar de acudir al lugar pactado le siguió los pasos. Escogió el lugar y el momento, y la apuñaló. Así de sencillo.

»Pero –continué– algo sorprendió aquella espléndida mente criminal. Algo que, por excelsa que fuera su genialidad, no hubiera podido prever ni evitar. Resulta que no había sido la única persona que siguió a la pobre Elsa. A alguien más, alguien que, como veréis, quería mucho aquella humilde secretaria, la siguió con instinto protector y... presenció el asesinato.

–Le recuerdo, señora Amarils –intervino el juez–, que sólo hubo un testigo: el vagabundo que oyó los gritos de la joven.

–Señoría, con todos los respetos; que alguien declarara como testigo no implica que hubiera un único testigo. Le pido que, por favor, me deje continuar.

»Este segundo testigo –enfaticé– no pudo hacer nada para salvarla. Pero, como he dicho, la quería mucho –Rosa se mostraba inquieta. En su cara se dibujó un aprensivo gesto de preocupación–. Había visto quién era el asesino, y empezó a pensar en una terrible venganza. Envió algunos anónimos amenazadores al asesino del barón y de la infortunada chica. Quería que aquella mente criminal sufriera, quería atormentarla, y le hizo creer que alguno de sus parientes más próximos pretendía matarla. ¿El móvil? Nada más fácil: razones económicas. De esta forma, conseguía dos cosas a la vez: torturaba a su víctima y se protegía de cualquier sospecha.

»La asesina –entonces ya podía decir «asesina»– del barón y de Elsa Martí recurrió a la policía y después a un despacho de detectives privados. Y yo, con gran amabilidad, me comprometí a ayudarla. Este es el motivo por el cual estoy aquí.

–¿Que la santa tía Patricia mató al tío Giannis y después apuñaló a la pobre secretaria? –Exclamó Roger, transcurrido un instante de silencio–. Sabía que estaba medio ida, pero no pensaba que estuviera tan mal.

–Permíteme una cosa, Elionor –intervino Elvira, conservando la calma–. ¿Cómo es que Patricia, si fue ella la asesina, cometió la imprudencia de recelar tanto de la muerte del barón? ¿Eso no era como tirarse piedras en el propio tejado?

–De ninguna manera, Elvira. Algo tenía que decir para que la escucharan. Ella más que nadie sabía cómo había muerto el barón y las circunstancias reales del apuñalamiento de Elsa Martí. Dijo punto por punto lo que ella había hecho a fin de que le hicieran caso. Pensad que sospechaba de alguno de vosotros. Tenía miedo porque se consideraba la única persona sabedora de lo que había sucedido. El problema era que por lo menos había otra persona que también lo sabía. Pero por alguna extraña o inconcebible razón, tergiversaba los hechos. Esta persona fingía que él y no la baronesa era el autor de los dos primeros asesinatos. Argumentaba que lo había hecho por motivos económicos, y añadía que estaba dispuesto a matar, esta vez a Patricia, por razones de idéntica naturaleza. Recordemos otra vez el escrito de la amenaza –y lo leí en voz alta: «¿Qué tal, Patricia? ¿Nerviosa, quizás? No me extrañaría, ya que alguien te quiere matar. Debes temer de tus familiares e incluso de Elena, aunque no esté en su sano juicio. Tienes demasiado dinero y te diré que, por mucho menos, hay quien arriesgaría su propia vida. El primero en caer fue el barón.. Ella descubrió algo, y aquí la tienes. Pero ahora la historia acabará, porque te toca el turno a ti, querida Patricia. Ha empezado tu cuenta atrás».

»Por otra parte –continué–, Patricia sabía que si alguien empezaba a sospechar de ella, acabaría pensando cómo lo has hecho tú, Elvira: «si ella es la asesina, ¿por qué tendría que explicar el modus operandi y otros detalles del crimen, arriesgándose a ser descubierta? Eso sería muy estúpido, tanto que resulta inconcebible…»

–Fantástico –aplaudió al doctor Marcaus.

–Vamos a ver ahora quién es el asesino de Patricia Tadeus. He dicho que debía ser alguien que apreciara mucho a Elsa Martí. Alguien que, de tanto que la quería, fue capaz de urdir esta terrible y fulminante venganza. Alguien que, a pesar de lo que pretendía hacer creer, no forma parte del núcleo familiar de su víctima.

»Es cierto, y de dominio público, que escribió el nombre de Elena. Pero atención al contexto: «Debes temer de tus familiares e incluso de Elena, aunque no esté en su sano juicio». Debes temer incluso de Elena... pero Elena ya estaba muerta cuando el asesino de Patricia desenterró el cuerpo de Elsa Martí. Puedo afirmarlo porque el cadáver de Elsa Martí fue entregado a la familia el miércoles dieciocho de diciembre de 2002, cuarenta y ocho horas después de la muerte de Elena. Por consiguiente, al morir la hermana del barón, Elsa Martí todavía no había sido inhumada y, en consecuencia, todavía no la podían haber desenterrado y trasladado a la Casa del Norte. 

»Ya tenemos, pues, la primera incongruencia. Si el asesino quería hacernos creer que era uno de sus familiares, demuestra todo el contrario porqué, de haber sido uno de ellos, no hubiera hablado de la difunta Elena como si estuviera viva en el momento de preparar el montaje. En otras palabras, la mención expresa del nombre de Elena no sólo no induce a sospechar de ninguno de los cinco familiares de Patricia sino que, además, los exculpa de toda sospecha. Los exculpa porque todos fueron informados, con más o menos inmediatez, de la muerte de Elena Matsoukis.

–¿Pero quién más lo podía saber, que existía Elena Matsoukis? –Quiso saber el juez.

–Eso podemos preguntarlo a las dos asistentas: señoras Mercè Olius y Rosa Delfí, ustedes sabían que esta persona existía; ¿pueden decirme si lo habían transmitido alguna vez a alguien?

–¡Claro que no! A nadie, jamás –subrayó tajante Mercè.

–¿Ni siquiera a su esposo, señora Olius?

–¡Oh, bueno! Sí, claro: mi marido lo sabía, sin embargo... ¿qué tiene que ver él con todo eso? ¿También Rosa se lo dijo a su chico, verdad? Explicarlo a la pareja no rompía en absoluto las instrucciones de la señora.

Su compañera, un poco nerviosa, hizo un gesto afirmativo.

–Lo que yo me imaginaba –resalté–; entre las parejas no deben haber secretos. Sigo: la mención precisa de Elena en la amenaza también me confirmó que me había equivocado de camino, porqué mi única sospechosa, la señora Rosa Delfí, aquí presente, debió de enterarse de la muerte de Elena Matsoukis –bajé la voz un instante–. La tenía como máxima sospechosa, Rosa, por su gran amistad con la difunta, que la quería como si fuera hermana suya.

»Entonces –redirigiéndome a todos los presentes–, me retorcí la mente pensando en la posible hermana de Elsa. Descarté que Ángela Estrada, aquí presente, fuera dicha hermana. Lo descarté por muchas razones, pero sobre todo por una: el espectáculo del cadáver y la rosa. Les pregunto a todos ustedes: ¿no ven un color romántico, de trasfondo?

–¿A dónde quiere ir a parar, señora Amarils? –Se impacientó el doctor Marcaus.

–Ahora lo verán. Pero antes les explicaré una pequeña historia. Bueno, ya me entienden: mitad historia, mitad leyenda. Nadie puede afirmar qué es lo que hay de cierto en todo esto. Un conocido mío la versificó en un poema corto, poema que, si me permiten, les recitaré a continuación. Se titula Inés de Castro, reina de Portugal. Dice así:


«Don Pedro el Justiciero,

de Portugal soberano,

coronó reina una dama

muerta por la mala fama

de su abolengo lejano.

 

Deseoso de justicia,

batalló contra su padre,

que fue quien bendijo el trato

para el triste asesinato

de la dama y joven madre.

 

Vencido por su malicia,

mandó exhumar el cuerpo

y después de engalanarlo

y en su trono colocarlo.

exigió que la nobleza

rindiera su homenaje

al inerte personaje

de quien tuvo gran belleza.

 

Primero la entronizó

y habiéndola coronada

como reina fue enterrada

en un sepulcro real,

justo delante del cual

exigió ser enterrado

para estar siempre a su lado,

aquel rey de Portugal».


–¡Vaya por Dios! Así pues... ¡Elsa Martí es Inés de Castro! –Exclamó Eva.

–Lo representa –puntualicé–. La rosa roja es el símbolo de los enamorados. La alianza que había en el dedo anular de la mano izquierda del cadáver demuestra que existía un incondicional enamorado. Sólo faltaba descubrir quién era este enamorado.

»Todo lo que sabía Rosa era que este enamorado había estudiado una carrera. Derecho es una carrera. Podría ser alguien que se hubiera trasladado recientemente de Barcelona a la Bisbal d'Empordà. Alguien que conocía la costumbre de la baronesa de empezar sus vacaciones anuales el último domingo de junio. Una información que, en cualquier caso, era de dominio público. En estas circunstancias, se lo montó para estar de guardia aquel domingo. Así podría instruir el caso que se abriría cuando se descubriera el cadáver que él mismo había colocado en la Casa del Norte. Un hecho que, más adelante, le permitiría sobreseer...

–¿Pero se puede saber qué demonios dice? –Saltó colérico Santasusana de Oriola.

–Le señalo a usted como responsable del asesinato de Patricia Inmaculada Tadeus y de Ubach. ¿Sabe? Me quedó grabada una frase que, por casualidad, oí cuando interrogó a la baronesa pocas horas después de descubrirse el cadáver. Con una sonrisa triunfante en los labios, le dijo: «¿Y si su vida, señora Tadeus, dependiera de mí?». Eso debió hacer sospechar a Patricia, quien adivinó que usted la quería matar por algo que nada tenía que ver con el dinero y, por este motivo, me dijo «ahora sé quién lo quiere hacer. Tenía razón mi madre; el dinero solo trae la desgracia. No quiero vivir un escándalo de esta magnitud». Un escándalo, ya… porque ella era, a la vez, víctima y asesina. Y el afán de lucro fue el móvil por cual ella mató al barón. Era muy rica, sí, Patricia Tadeus, pero vio multiplicada su fortuna una vez muerto él. 

–Señora Amarils, permítame que ría un rato –satirizó, mordaz, el juez–. Usted no dispone de prueba alguna...

–¿Pruebas, quiere? No se preocupe: conseguiré una de extraordinaria con total facilidad. Estoy segura de que la hermana de Elsa, la señora Núria Martí, le identificará a usted como el hombre que debía convertirse en su cuñado. 

El hombre abrió la boca.

–¿Sí, señor Santasusana? ¿Qué iba a decir? –Me pasó por la cabeza que lo engancharía entonces, pero no–. Da igual porqué, en cualquier caso, usted sí tiene, señoría, la prueba que lo vincula directamente con el cadáver de Elsa Martí.

–¿Que yo tengo qué?

–Por favor, ¿podría dejarnos ver su estilográfica?

–¿Mi qué? La... –y calló. Se acababa de dar cuenta de que lo había cazado.

–La estilográfica, por favor.

El hombre, abatido, depositó el objeto encima de la mesa. Lo recogí y se lo entregué al doctor Marcaus.

–Compárela con el broche que había en el vestido del cadáver. ¿Saben? Elvira comentó algo que me hizo pensar en este alfiler. Me deseó mucha suerte si quería convencer a todo el mundo sin tener ninguna prueba. «Suerte» era la palabra clave, y me dije: ¡Claro, estúpida de mi! El broche dorado en forma de cuadrifolio o trébol de la suerte que había clavada en el traje del cadáver. Un peculiar alfiler de color verde esmeralda con acabados de oro que, para más singularidad, poseía una brillante amatista en medio. ¿Dónde había visto una joya igual? ¡Ah sí, ya me recuerdo, la pinza cuadrifoliada de color verde esmeralda de la estilográfica de su señoría el juez! 

–Son idénticas y hechas a mano, señora Amarils. No hay duda: han sido creadas por el mismo artesano.

–Dirán que tengo una memoria de elefante, pero es que suelo retener los detalles. Y más aún si me deslumbran, señor juez, como sucedió el primer día que me entrevisté con usted en su despacho. Si me permite, ya para acabar, sólo quisiera preguntarle dónde está el cuerpo de la baronesa. Tengo muchas ganas de zanjar el caso.

El hombre marcó una sonrisa flemática. Con los dedos dibujaba líneas sin sentido encima de la mesa. El decaído aspecto de aparente indiferencia era la bandera blanca de su rendición. 

–¡Es usted un demonio! El trébol de la suerte... ¿A Elsa le gustaba, sabe? Era y sigue siendo el símbolo de nuestro amor. Encargamos el broche y la estilográfica a un joyero de prestigio. Así, tanto el uno como el otro tendría siempre algo que nos uniría. El distintivo de un amor –añadió, con la vista desenfocada perdida en el espacio– más lejos de toda frontera, más allá de lo nadie pudiera imaginar.

»Y sobre la gran señora Patricia Inmaculada Tadeus y de Ubach, la todopoderosa sexta baronesa de Ubach, debe haber muerto a estas alturas: la encerré en su propia cripta.

–¡Mira por dónde! Para serle franca, señoría, no es muy distinto hacer un rompecabezas y resolver un asesinato. Tal como suponía, la última pieza la ha puesto usted mismo. Ahora queda resuelto el misterio del cajón entreabierto. Cuando usted acudió a formular los interrogatorios el miércoles de la semana pasada, aprovecho la ocasión para devolver las llaves de la capilla y cripta de Santa Clara del cajón dónde las había encontrado. Pero, con las prisas, lo dejó mal cerrado. Con eso, señoría, damas y caballeros, el puzle se ha acabado.

–Una de las muchachas mencionó este cajón –siguió explicando el juez–. Se refirió a la existencia de la cripta y me informé. Qué mejor tortura para alguien que tanto daño había hecho que encerrarle vivo en su propia tumba, con los huesos de sus predecesores.

Alguien de los presentes interrumpió la confesión. Fue Elvira:

–Perdone, señoría... dice que... ¿la encarceló viva en la cripta?

–Exactamente. Estaba dormida por qué no tuve el valor de matarla. Hace más de una semana que está allí, sin víveres ni agua. Nadie la habrá oído. Debe haber muerto a estas alturas. Yo sólo deseo, y no lo disimulo, que haya perecido de angustia en medio de todos aquellos cadáveres.

Un silencio embarazoso impregnó el auditorio. Las caras expectantes parecían estar asimilando toda aquella información.

De repente, se oyó una especie de gemido. Gutural, muy profundo y grave. Después otro. Y otro más, cada vez más alargados, progresivamente más próximos y abiertos, más ruidosos, más incontrolables y penetrantes... Se convirtieron en una explosión de  carcajadas incómodas. Elvira casi se ahogaba. Entre el médico y Xavier intentaron calmarla.

–¡Ay! ¡Ay!... Por Dios, qué locura, Señor... Perdonadme pero es que, ¡ay!, no puedo, ¿saben? Me es imposible... es que puede más que yo... y no... yo no puedo evitarlo...

–¡Venga, cálmese! Ya va pasando, ¿eh? Respire, así –procuró calmarla el doctor Marcaus, atónito.

–Sí, ¡uf! –Se calmó la aludida–. ¿Es que sabe, señoría? ¡Dudo mucho que lo haya conseguido!

  

Epílogo

 

Destinos

  

XV


Toda la verdad sobre la muerte de Patricia Tadeus

 

La sospecha de Elvira se materializó ya que, en efecto, dentro de la cripta no se encontró el cuerpo de la desaparecida baronesa. A finales de año, recibí una carta muy expresiva que me complace reproducir a continuación.

 

Carolina, Puerto Rico, noviembre de 2003

Querida Elionor,

¿Qué tal? ¿Mucho frío, por estas latitudes? Aquí se está de cine. No sabes cómo lamento que hoy sea mi último día en Puerto Rico. Te lo digo, ante todo, porque no hace falta que, cuando recibas esta carta, pongas en pie de guerra la Interpol, la policía de aduanas, las embajadas o los consulados. No me encontraréis aquí, claro está, porqué no estoy tan loca y porqué, además, ¡es que es tan bonito viajar!

No añoro en absoluto mi vida de baronesa. Adiós a los protocolos y a la pesada rutina de cada día. ¡Tengo tantas cosas que hacer! Sólo espero seguir siendo una excelente actriz.

A estas alturas no creo que deba explicarte nada de lo que sucedió. Supongo que ya lo sabes: quien mató a mi marido y a Elsa fue una servidora, y quien quiso matarme –y casi lo consiguió– fue su señoría don Ricard Santasusana de Oriola. Empecé a comprenderlo a raíz de la entrevista que él y yo mantuvimos el día que se descubrió el cuerpo de su enamorada, un cadáver que él mismo colocó en la Casa del Norte. Cuando me dijo que mi vida podía depender de él, y recordando algunos de los anónimos que había recibido –de los que, por supuesto, nunca te había hablado–, todas las piezas encajaban. 

Quizás te debes preguntar el motivo por el cual maté a mi marido. ¿Sabes? Lo había amado con locura. ¡Era tan guapo, de joven! ¡Qué planta tenía! Atento, amable, simpático, y... digamos que hacía buen papel en todas partes. Mis amigas me envidiaban. Pero el amor se disuelve, con el tiempo. Queda, eso sí, el respeto y el testimonio de una sincera amistad, quizás no gran cosa después de la grandilocuencia de un amor capaz de mover montañas. Pero vale más eso que nada; la vida sería demasiada larga sin estas fervientes emociones. 

Lo amaba, insisto, pero debo confesar que yo nací con una pasión en el cuerpo. Me refiero a la necesidad de tocar poder. Cada día me pesaba más ver que su influencia y fortuna crecían mientras que la mía se mantenía estable. La estabilidad, en el fondo, vaticina la tormenta. 

Cuando su capital creció ya por encima del mío, la rabia me corrompió. Soy orgullosa, ya lo sé, pero hija, ¡qué quieres que haga, yo! ¿Y sabes una cosa? Creo que ya no quedaban ni las cenizas de aquel amor en que nos unió. Ni la amistad, ni el respeto, ni nada. Él vivía solo. En sus últimos meses de vida, enfermo como estaba, demostró que su codicia era tan grande como la mía. Se cerró en él mismo. Se escondió bajo las acciones y los libros de contabilidad. No me dirigía ni la mirada. Se pasaba todo el día yendo de una punta a la otra de la casa repitiendo que se moriría pronto, como un alma en pena. Y adelgazó tanto que el solo hecho de verlo daba angustia.

Decidí que se debía acabar aquel espectáculo lastimoso y denigrante, y me di cuenta que la muerte era la mejor solución. ¿Sabes? Tampoco era una principiante, en eso de asesinar, pero eso no viene al caso, ahora. 

Y mira por dónde, la señorita Elsa tuvo que subir en el piso de arriba justo cuando acababa de dar el susto mortal a Giannis, que en paz descanse. Nunca me había caído bien, aquella chica. Se paseaba por la casa como si fuera la dueña y con una eficiencia tan extraordinaria que te hacía sentir inferior. Y a mí, que me hagan sentir inferior no es que me guste mucho, cómo ya debes saber.

La cuestión es que me sorprendió con el pasamontañas puesto, la cuchilla en la mano derecha y la cápsula de las pastillas para el corazón en la otra mano. Él agonizaba jadeante en la cama, y yo me lo miraba de lejos. No podía negar nada y ella, un rato más tarde, se me acercó y me pidió diez mil euros. ¿Qué debía hacer? ¿Dárselos? ¡Sí hombre, para que luego se acostumbrara y quisiera repetir!

Planeé el asesinato con poco tiempo, pero debes admitir, Elionor, que me salí con la mía. Lástima que también la siguiera al chico, todo un juez que después quiso tomarse la justicia por su cuenta.

Pero bueno, paciencia y adelante. Lo que está hecho, hecho está.

Me imagino que Elvira ya te habrá explicado cómo salí de la cripta. Meterme allí fue una buena ocurrencia. Al fin y al cabo, este debía ser mi destino. Pero cometió un pequeño error; nunca debió haberme encerrado viva. Cierto que nadie me hubiera oído por más que hubiera gritado –no sé si te había dicho que aquellas tierras son un auténtico desierto–, pero yo sabía algo que nadie más sabía. Nadie aparte de Elvira, claro está.

Giannis, pobre hombre, tenía un miedo terrible, casi visceral, a ser enterrado vivo. Cuando nuestro matrimonio estaba compuesto, aún, por dos personas que se intercambiaban cuatro palabras al día, él me había pedido centenares de veces que no sellaran el baúl al sepultarle. Además, cambió la cerradura de la puerta de la cripta para que, desde dentro, se pudiera abrir sin necesidad de ninguna llave. ¡Todo eso por si lo enterraban vivo, pobre hombre! Ya lo decía, yo: más Rodoreda y menos Poe. Pero él, ¡qué va! Y sin embargo, suerte de los cambios que hizo, porque sino yo no estaría aquí. Elvira, que fue mi gran confidente en asuntos personales, era la única persona que lo sabía. 

Al salir de aquel semisótano, fui hacia la casa solariega, que se encuentra a poco mas de cincuenta metros de la ermita. La llave para entrar la tenía guardada bajo el tiesto de un hermoso geranio rojo.

Ante todo, me tuve que limpiar una pequeña herida en la oreja –digamos que el señor juez no fue muy delicado, a pesar de drogarme con algo para que me durmiera–. Acto seguido, tomé el dinero, las joyas y los lingotes de la caja fuerte –tenía algunos más en el Palacete, pero no podía cometer la insensatez de ir a la Garriga–, me llevé las libretas de mis cuentas bancarias en el extranjero –a nombre de sociedades tapadera; siempre he sido muy previsora, yo, y conozco bien las normas de contabilidad–, lo metí todo en el todoterreno y me dirigí a Andorra.

Allí vacié todas las cuentas que tenía y después me fui a París. No te empeñes en seguirme la pista, porque vas a perder el tiempo. Me vendí el coche por cuatro chavos y me dirigí al Eurotúnel. Una vez en Londres, me sometí a una restauración estética total. Resultado: una auténtica obra de arte, porque estoy segura de que ni tú me reconocerías, por lo menos a primera vista. Sólo te diré que los chicos de veinte años me silban cuando les paso por delante. 

A partir de aquí, no creo que sea prudente continuar. Tengo una nueva identidad, eso sí, y me supo mal, ¿sabes? Me gustaba, el nombre de Patricia.

Y ahora, ya lo ves: te escribo desde Puerto Rico. ¡Oh, chica! ¡Si vieras qué monumentos! Auténticos Adonis, ¿eh? Claro está que no tienen gran fortuna. Me gusta que sean jovencitos y guapos, pero es que yo también quiero reflotar mi hacienda, que me ha quedado muy reducida. En este sentido, debo confesar que ya tengo algunos trámites hechos: un viudo bastante adinerado me tiraba los tejos desde una fiesta en un crucero de lujo y, por supuesto, no lo puedo dejar enfriar. Estamos escogiendo un buen día para celebrar la boda. Me sabrá mal no poderte invitar.

¿Qué más debería decir, ya? ¿Si me da miedo que, con el tiempo, me ataquen los remordimientos? Me imagino que ya vendrán, mejor no esperarlos. Pero al fin y al cabo, ¿por qué deberían atormentarme? Tengo lo que quería y lo he conseguido por mis trece, ¡que conste! Debe ser porque las mujeres, cuando hacemos algo, simplemente lo hacemos bien. Quizás por eso, al redactar el testamento, desestimé las dos candidaturas masculinas. Las propiedades de la baronía de Ubach continuarán a manos de una mujer, Eva Castillo y Tadeus, a quien desearía ver convertida en séptima titular de esta histórica baronía catalana. Eso cuando la ley me declare muerta, por supuesto; me pregunto cuántos años tendrán que pasar. Mientras tanto, podría serlo interinamente, porque supongo que tanto Xavier como Roger tendrán el detalle de renunciar al título. A efectos prácticos, tampoco les serviría de mucho. Sobre todo teniendo en cuenta que, aparte de un legado de cien mil euros, cada uno de ellos tiene otro más en especie –un bonito apartamento– siempre y cuando renuncien a la distinción nobiliaria. Sólo por si sirviera de algo, que no lo sé, dejo constancia en esta carta de mi renuncia al título, del todo irrevocable, incondicional y definitiva.

Punto y final. ¿Sabes? Me ha gustado conocerte. Sólo Elvira me parecía tan amable como tú; dale recuerdos de mi parte. Y no querría olvidarme de la señora Roten... quiero decir, de Victoria Fontanals, que después de conocer mi auténtico historial –no todo, lo reitero–, habrá sufrido un colapso. ¿Quieres que te confiese una cosa? La veía tan solemne y estirada que incluso me hacía gracia. 

A mis sobrinos, si les ves, diles que espabilen y a ser posible de una vez por todas. No recuerdo exactamente qué me dijo el último día Xavier de un diario de tirada nacional; ¡a ver si encuentra trabajo al fin, este ratón de biblioteca! Con respecto a Roger, estoy segurísima de que acabará pescando alguna –o más de una a la vez– que valdrá la pena. Y a Eva le deseo mucha suerte al frente de nuestra baronía. Y espero que, ella que puede, haga una buena elección. ¡Un gran beso a todos!

Suerte y mucha felicidad a Mercè y a Rosa, también. La merecen, igual que Ángela, aunque no hayamos podido intimar por falta de tiempo.

Y con respecto a ti, Elionor –o debería decir señora Colombo?–, espero que te des cuenta de que el trabajo deben hacerlo los jóvenes y que a ti te toca descansar. Claro está que la inteligencia es intransferible, como las habilidades personales, pero la genética funciona y estoy segura que tu hija a salido a ti. A ella le dices, de mi parte, que tiene la mejor madre del mundo. Un abrazo a las dos.

Con estas palabras me despido. Mi simpático pretendiente está a punto de llegar. Si tuviera la oportunidad, ya te enviaría otra carta.

Recibe un cordial saludo de tu más fiel y ferviente admiradora.

Para siempre tuya,

Patricia Inmaculada Tadeus y de Ubach, 

sexta titular que fue de la histórica baronía de los Ubach  

 

Nota final de Elionor Amarils

 

He releído decenas a veces la carta de Patricia Tadeus. Al principio, me sentía abatida y defraudada. Se había disipado el objetivo de cerrar al criminal entre rejas o de demostrar su muerte. Me sentía como si hubiera fracasado. El pájaro se me había escapado de las manos. Imagino que... sí, debió de ser eso. Era demasiado inteligente, para enfrentarme a ella. Por otra parte, dicen que la realidad supera la ficción, y no todo es tan maravilloso ni acaba tan bien como en una novela, donde toda injusticia tiene su merecido final. Y todo sin tener en cuenta que aquel había sido, solamente, mi segundo contacto con la actividad forense.

Quién sabe, a lo mejor algún día descubriré a la nueva Patricia. Es muy fácil esconderse. Lo verdaderamente difícil es mantenerse escondido. Y el mundo, en el fondo, es tan pequeño… Con pocas horas me voy de América al viejo continente. 

Supongo que no puedo tirar la toalla. 

Mientras viva y me pueda valer, al menos, no la puedo tirar.

Eso sí: debo reconocer que me ganó con deportividad. Aquella personalidad de metomentodo y criticona incorregible había sido el disfraz ideal de una asesina con clase. 

Y no de una asesina cualquiera, sino de una –por más que me duela admitirlo– brillante asesina con clase.


Panamá, catorce años después

 

Era ella; la reconocí enseguida. Caminaba con una cierta dificultad y exhibía una faz tirante, pero su ademán altivo era inconfundible. Las miradas se cruzaron y, después de un instante de duda, las dos, perplejas, permanecimos inmóviles durante algunos segundos. Nos encontrábamos justo en medio de una plaza concurrida donde confluían varias calles orladas de tiendas, y ambas íbamos acompañadas. Yo me sentaba en la terraza de un bar, tomando un refresco entre  Gala y Elba, mi nieta de ocho años. Alfred, que acababa de cumplir los seis, estaba en el baño con su padre, Joan. Ella, en cambio, paseaba con un señor de unos cincuenta años, moreno, barbudo y sin ningún atractivo especial, pero vestido con ropa cara y zapatos de marca. Conversaban con una señora de edad indefinida, de piel blanca y enjoyada como un árbol de Navidad.

Gala, al darse cuenta de la abstracción, me preguntó si me encontraba bien. Los años no perdonan, y ella es consciente. «Nada, hija. Sólo que hace mucho calor y me gustaría descansar un rato. ¿Por qué no vais vosotros, al parque? Yo os esperaré aquí o en el salón del hotel: creo que hay música en directo a partir de las siete». Quedamos así y, al despedirnos, me di cuenta de que ella, la inconfundible señora baronesa, debió de haber aplicado alguna técnica similar: estaba sola delante de una mesa apartada, bajo una frondosa buganvilla, mirándome de reojo por encima de las gafas de sol. Sin pensármelo dos veces, pagué la cuenta y me acerqué a ella.

–Buenas tardes –le dije, mientras se bajaba las gafas hasta la punta de la nariz y me observaba atentamente–. ¿Cuánto  tiempo, verdad?

–Mucho –admitió, y me señaló una silla. 

–Gracias –acepté–. La espalda me deja destrozada. 

–Poco me la imaginaba, esta coincidencia.

–Ya somos dos, pero no temas...

–En absoluto –me interrumpió.

–No soy yo quien debe perseguirte.

–Lo sé.

–Y estoy jubilada.

–Por supuesto.

–Tampoco te preguntaré nada, sobre lo que pasó entonces.

–Nadie te lo impediría.

–Pero soy yo, que me abstengo.

–Ya, pero te has acercado a mí.

–Cierto; te quería ver de cerca.

–Pues aquí me tienes. 

–Catorce años... ¿Ya te debes haber fijado, verdad? Soy abuela.

–Y tanto; me alegro mucho por ti, de verdad. Además, te sienta de maravilla. Eres paciente, amable, considerada... 

–Gracias por los halagos –añadí, complacida.

–En lo que a mi se refiere, vivo con una cierta calma desde hace varios años. Estoy bien, pero fue muy duro empezar de nuevo –sonrió. 

–Durante mucho tiempo esperé otra carta...

La antigua aristócrata suspiró antes de reanudar el diálogo.

–En fin, supongo que queremos dejar puertas abiertas para no admitir la irreversibilidad de ciertos finales.  

–Te sigue perdiendo el romanticismo.

–No puedo evitarlo. Y hablando de eso: ¿qué se sabe, del juez?

–Sé que estuvo ingresado en un centro de rehabilitación, pero supongo que nunca se recuperó del todo. Hace un par de años, Gala me dijo que vivía solo y que ejercía de abogado defendiendo causas perdidas..

–Bueno, si así ha encontrado un lugar en el mundo, me alegro por él. Y de los míos, ¿qué me cuentas? Sé cómo acabó Elvira...

–Xavier lo resumió en muy pocas palabras: «ha muerto viviendo y sin darse cuenta, como siempre». Corría demasiado, en coche, y cometía algunas imprudencias. El accidente tuvo una fuerte repercusión en los medios de comunicación...

–De aquí que me enterara. Gracias a Internet, por supuesto.

–Y de la noche a la mañana, el valor de sus cuadros se multiplicó. 

–Cómo ha pasado tantas otras veces. En fin, no hay nada nuevo bajo la capa del sol. ¿Y los niños?

–Dejaron de serlo hace mucho tiempo, Patricia. Xavier trabaja en Bruselas, creo; tiene algún cargo en la Oficina de Publicaciones de la Unión Europea. Roger montó un negocio de mecánica y también es un político prometedor; según creo, su mayor sueño es correr el Rally Dakar. Y Eva es la persona con quien mantengo más contacto. De hecho, es una buena amiga de la Gala, y ambas tienen hijos de edades similares...

–¡Vaya! Me siento un poco abuela, yo también. Pero di: ¿aceptó el título?

–Buena pregunta, Patricia, y me deleita responderte. Resulta que lo rechazó, y además categóricamente.

–¡Mira por dónde! En algún momento me pasó por la cabeza que podría reaccionar así...

–Es una chica de ideas claras y muy republicanas. Ahora bien, que ella haya renunciado no significa que no se pueda cumplir, en parte, tu voluntad.

–¿Qué quieres decir?

–Pues que hay una candidata, que no candidato, a convertirse en titular de la baronía.

Mi interlocutora frunció las cejas un instante. Después, me escrutó con la boca entreabierta y una sombra de estupefacción en el rostro.

–No me digas que la envanecida Victoria...

–¡Efectivamente! Premio para la señora. Si no hay nada que lo impida, se convertirá en la próxima baronesa de Ubach. Ello será posible porque ha aceptado el ofrecimiento de los tres sobrinos. 

–¡Pero si debe tener setenta y cinco años, por lo menos!

–Bueno, pues; presumirá de título en la residencia. De todos modos, me consta que está bien de salud y lleva una vida estable.

–¡Qué le vamos a hacer! Todo principio tiene un final, y no quiero preocuparme más. Ahora estoy tranquila y soy otra persona. Me he ganado el infierno, lo sé, pero estaré bien acompañada, estoy segura. 

–No siembres más maldad.

–Gracias por el consejo, pero te aseguro que no lo necesito. Tengo sesenta y seis años y no quiero complicarme la vida –nos pusimos de pie, ella más ágilmente que yo–. Cuídate, Elionor, y disfruta de todo lo que te rodea.

No pronuncié ningún saludo final, pero nos despedimos con un beso en cada mejilla. Todavía hoy, cuando pienso en aquel extraño encuentro, parece que perciba el aura que dejó tras de sí mientras desaparecía en el bullicio de la ciudad. Un olor empalagoso que me recuerda, inevitablemente, a los ungüentos perfumados para embalsamar los muertos.