Pececillos de colores

La versión original de este relato (Peixets de colors) obtubo el Tercer Premio en el Concurso de Cuentos y Narración Breve Victor Alari (Cubelles, abril de 2010)

No puedo dejar de mirar los pececillos de colores que me regaló la abuela. Hay uno azul, uno verde, uno rojo, uno negro y uno anaranjado. ¡Son tan divertidos! No paran de moverse. Como diría tía Marta, parecen culos de mal asiento (es un decir, por supuesto, ya que estos animalillos no se sientan). A menudo cuesta verlos, porque el acuario es muy grande y se esconden por todas partes: entre las algas de plástico, dentro de unos jarroncitos que se llaman ánforas y también detrás del cofre del tesoro pirata.

Los más extraños son el azul y el negro. Tienen un montón de aletas esparcidas por todo el cuerpo y unos ojos redondos que casi salen de sus caras. Los cinco abren y cierran la boca sin parar, como si dijeran «¡op!», «¡op!», «¡op!». Pero no hablan, por supuesto. Todo lo contrario a Bichito, que no calla nunca. Se estira las plumas con el pico, desparrama el agua por doquier, traga la comida muy deprisa y todo lo hace mientras charla; ¿verdad que es fantástico? 

Bichito era el loro de la abuela, pero ahora se irá a vivir con tía Marta. ¡Pobrecillo! Está muy triste desde que murió la abuela. A mamá no le gustan los animales, y papá dijo que ya le encontraría una casa nueva. De todos modos, estará mejor con tía Marta. Como es bastante pesada y muy cotilla, harán buenas migas. Y así, de paso, visitaré más a menudo la tiita, que de vez en cuando me invita a merendar. No hace regalos muy bonitos y sus besos huelen maquillaje –mamá piensa que se pone demasiado y que por eso no tiene marido–, pero cocina muy bien y tiene la nevera llena de cosas ricas. Por eso voy a verla algunas tardes, y sobre todo ahora que Bichito le hará compañía.

Además, la abuela hubiera querido que yo me ocupara de su mascota. Los tres nos lo pasábamos en grande, cuando estábamos juntos. Leíamos cuentos y jugábamos a construir castillos, pero se caían enseguida. Entonces papá me decía que yo sería mejor artista que arquitecto. También solíamos cantar, aunque siempre me inventaba la letra y Bichito repetía los pareados. Y no se equivocaba, ¿eh? Es de lo más inteligente, y un vivaracho de mucho cuidado. Cuando la abuela me quería contar algún chisme, me decía: «vámonos de aquí que, si lo oye Bichito, todo el mundo se enterará»

Mamá dice que yo me parezco mucho a la abuela. «¡Me sacáis de quicio!» Se quejaba. «A saber qué estaréis tramando, ahora». Mamá y tía Marta se enfadaban a menudo con la abuela, pero yo creo que era medio en de broma, porque ella nunca se defendía. Sólo reía por lo bajo, se peinaba el pelo con las manos y se alejaba sin hacer caso a nadie.

Una vez, cuando la abuela aún no vivía en el apartamento de debajo de mi casa, ella misma retrasó todos los relojes del piso porque no quería que nos fuéramos tan pronto. Cuando mamá se dio cuenta, se puso colorada como un pimiento y se enfadó muchísimo. Me señaló diciendo que aún tenía los deberes por hacer, pero era mentira. Al fin y al cabo, sólo me quedaba un ejercicio muy fácil sobre un poema de cómo dibujar un niño o algo así. Y también dijo que ella debía preparar una reunión muy difícil del trabajo. La abuela la miró con el ceño fruncido –¡era muy divertido!– y le dijo: «chiquilla, si tan importante es, y con los estudios que te pagué, ya debes saber de qué hablarás, ¿no? Además, si les atiborras con demasiada palabrería, la gente se aburrirá como una ostra –no sé lo que es, eso de la ostra–. Y de todos modos, no hay que sulfurarse, por una horita más.

Otro día me acompañó al cine en lugar de llevarme a la academia de inglés. Fui el primer niño del cole en ver Harry Potter y el cáliz de fuego. No me superó ni Martín, que es un antipático. Siempre presume de tener unos padres tan ricos que le llevan a ver todas las pelis que quiere. Pero como yo no había ido a clase, la maestra llamó a mamá, mamá llamó a tía Marta, tía Marta llamó a la abuela y la abuela llamó a papá, porque mamá tiene muy mal genio. Y nos regañó bastante, aquel día. La abuela asentía con la cabeza pero, sin que nadie se diera cuenta, me guiñó un ojo.

Otra historia fue la del rosal de la puerta del jardín. Era el preferido de mamá, pero tenía unas espinas muy largas y gruesas. A menudo me enganchaba la ropa con ellas, y más de una vez me había hecho algún rasguño con sangre y todo. Papá decía que eso me pasaba porque soy un revoltoso atolondrado y me meto por donde no se debe pasar. ¿Pero y la abuela qué? Ella no entraba a gatas por debajo de los setos de la valla. Bueno, alguna vez sí, pero eso no quiere decir que la abuela fuera una revoltosa atolondrada –que tampoco sé lo que significa–. Un día me di cuenta de que se caían las hojas del rosal. En menos de una semana, se volvió completamente amarillo. A mamá le supo muy mal, que muriera. Cuando papá lo arrancó, vio que había un montón de tierra blanca. Resulta que alguien había puesto sal, y me parece que a las plantas no les gusta mucho –a mí un poco sí, pero tampoco tanta, ¿eh?–. La abuela me explicó que lo había hecho ella, y yo le prometí que nunca, nunca, se lo diría a nadie. Supongo que mamá intuye la verdad, porque es lista como un lince, pero yo callo y miro para otro lado.

La abuela lo pasaba tan bien como yo, con estas travesuras. Y siempre que podía me defendía, como cuando cogí el pintalabios de tía Marta para dibujar unos pueblecitos de tejados rojos. ¡No era culpa mía, que me hubieran escondido las ceras! De todos modos, resulta que el pintalabios era un poco caro, de esos que sólo se venden en lugares muy especiales. La abuela compró otro idéntico en el supermercado, ¡pero caramba, la tiita! No se le escapa nada, ¿eh? En esto, es clavadita a mamá. Y mira, siguiendo la tradición, me tocó la típica reprimenda. Pero estuve de suerte: la abuela consiguió que no me castigaran. Fue entonces cuando papá dijo que yo, tan jovencito como era, ya tenía una abo-no-sé-qué. Y mientras lo explicaba en clase, Martín se moría de envidia.

La última trastada de la abuela ha sido la más divertida. De hecho, todavía lleva de cabeza a todo el mundo. Resulta que pocos días después de irse al cielo, pobrecilla, mamá y tía Marta abrieron la caja fuerte de su habitación. La sorpresa fue que dentro de ella no había ningún tesoro. Pero nada de nada, ¿eh? Sólo un escrito de la abuela que decía «adivina, adivinanza, ¿están las joyas en danza?». Y aún buscan las piedras preciosas por toda la casa. La abuela no me dijo nada, de este secreto. Sin embargo, yo soy tan buen detective que lo descubrí enseguida. Y no lo explicaré a nadie, claro está. Si lo hiciera, no ya no sería divertido. Además, algún día ya las encontrarán. Ahora tienen trabajo para rato. Y mejor así porque, de este modo, me dejan un poco en paz.

Estoy contento de saber que la abuela me quería tanto. A menudo repetía que todo el mundo tiene mucho trabajo y demasiada prisa, y que no sirve de nada correr tanto para llegar al mismo sitio. Conmigo estaba feliz y contenta, porque yo era el único de la familia que jugaba con los animales. ¡Pobrecitos, tan bonitos como son!

Los pececillos no paran de moverse por todas partes. Se ven muy bonitos, con la foto submarina que hay en el fondo del acuario. Se pasean a través de las algas, del tesoro pirata y de las ánforas tumbadas. Y de vez en cuando, entre las piedrecillas de colores del suelo, se ven algunas de tonos muy especiales, doraditas o transparentes y muy, muy brillantes...